Ante el dolor de las demás
Un 80% de la audiencia del ‘true crime’ es femenina, aunque seamos también las víctimas de la violencia que relatan
Descubrí a Christian Boltanski en un museo de París. Como hijo de judío, le persiguió siempre el terror y la obcecación por rescatar del olvido a las personas anónimas borradas por la barbarie. La visión de inmensas instalaciones donde expone kilos de ropa de las víctimas del Holocausto y zapatos amontonados sin dueño me sobrecogió más que la propia visita a las cámaras de gas. Al cabo de unos años de este primer contacto con el artista, tuve la suerte de ver una retrospectiva, también en la capital francesa. Me sorprendí al encontrar una instalación cuyo título consiguió evocar, tan lejos de casa, el espíritu de los quioscos de mi infancia: Archives de l’année 1987 du journal ‘El Caso’. La obra reunía fotos de víctimas de secuestros, violaciones y asesinatos extraídas del desaparecido periódico de sucesos. Colgadas en la pared e iluminadas desde arriba, estas imágenes transmitían algo macabro y existencial a la vez, una especie de grito desde la mesa de autopsias. Esta obra decepcionó a mi yo aún posadolescente y prejuicioso. Boltanski, un artista de prestigio, caía en el sensacionalismo y en el gusto populachero por la crónica de sucesos.
Hace unos días comentaba con una amiga la lista de podcasts más escuchados del año pasado y le dije que, al igual que un gran número de oyentes, yo también me había aficionado recientemente a los de true crime. Desde hace un tiempo, podcasts y series de este género han alcanzado una popularidad notoria a la que de algún modo he contribuido. Ante mi confesión, mi amiga alzó la ceja y me dijo: “Pero ¿cómo puedes escuchar cosas tan morbosas?”. Sentí culpa y vergüenza, y no pude contestarle porque no tenía respuesta. De camino a casa me acordé de esa instalación de Boltanski, de cómo a pesar de mi soberbia juvenil esas caras, que componían una especie de orla mortuoria provocada por la violencia y sus sesgos, consiguieron dejar huella en mi memoria.
La atracción que genera el ‘true crime’ puede servir para denunciar las raíces de los crímenes violentos que narra y, en lugar de aislar el daño, explorar sus complejos impactos en la comunidad y en el tiempo
Tiré del hilo y descubrí en un artículo de la revista Pikara, firmado por Berta Comas Casas, que somos precisamente las mujeres las que estamos detrás de este renacimiento de uno de los géneros con peor reputación. Un 80% de la audiencia de este tipo de podcasts es femenina, aunque en la mayoría de los casos somos también nosotras las víctimas de la violencia que en ellos se relata. Y hay que reconocer que generalmente esta violencia se narra desde estereotipos sexistas, donde se exhibe el cuerpo femenino y su tortura como un espectáculo, sin ninguna reflexión acerca de la misoginia que la provoca, donde incluso se glamouriza al criminal o, como mal menor, se lo trata de monstruo ajeno a la ética social.
Nerea Barjola ha explicado mejor que nadie cómo las narrativas de la violencia sexual se han usado para aleccionar a las mujeres, y cómo han sido un instrumento para mantener el statu quo de un régimen político sexista. Yo tenía la misma edad que las chicas de Alcàsser cuando desaparecieron, yo también había hecho autoestop. Escuché pegada a la tele la retahíla de tormentos a la que se las sometió, agradeciendo estar viva, temiendo no estarlo en un futuro, pensando que durante un tiempo no me pondría esa minifalda vaquera que tanto había batallado para que mi madre me comprara. La lectura del libro de Barjola, Microfísica sexista del poder, en la que resignifica el relato del crimen de Alcàsser con una mirada feminista, fue para mí un libro sanador, una herramienta capaz de dar salida a aquellos miedos de toda una generación que, de alguna forma, vivimos aún en el terror del infame paisaje de La Romana.
En ese mismo marco opresor de los años noventa se sitúa El dolor de los demás, una especie de true crime literario que me conmovió como pocos libros. Su autor, Miguel Ángel Hernández, evoca en el título el célebre ensayo de Susan Sontag. Y no es casual, porque aunque Sontag no aborde específicamente el género, su análisis de nuestra relación con las imágenes del horror es reveladora. Soy consciente de que probablemente mi consumo de podcasts de true crime contribuye a la perpetuación de esas narrativas del terror que denuncia Barjola y choca directamente con mi espíritu feminista. Pero Sontag, además de realizar una genealogía de la atracción humana hacia lo espeluznante, desde las descripciones del infierno cristianas hasta el desfile de cuerpos desmembrados contemporáneo, ofrece claves de cómo esta atracción puede ser movilizadora. “Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan”, llega a afirmar. Sontag sabe que hay algo incompleto en ello. Al final estas imágenes no son más que partes de la realidad, que no llegan a abarcarla nunca. Pero como mínimo amplían nuestra noción de cuánto sufrimiento hay en el mundo.
Seguramente hay algo de justificación por mi parte al establecer estas relaciones, una voluntad de aligerar esa culpa que las mujeres conocemos tanto. Sé bien que las narrativas no solo recrean, también crean. Pero pienso que incluso desde la contradicción podemos apropiarnos de ellas, al menos parcialmente. Esta voluntad ya asoma tímidamente en algunas mujeres creadoras. Está claro que el sensacionalismo forma parte de la esencia del género, pero a estas alturas he asumido que no hay realidad sin mácula. La atracción que genera el true crime puede servir para denunciar las raíces de los crímenes violentos que narra y, en lugar de aislar el daño, explorar sus complejos impactos en la comunidad y en el tiempo. Sontag opina que la compasión es una emoción demasiado inestable, capaz de marchitarse con rapidez. Frente a ello quizás podemos reivindicar la sororidad que puede despertar la contemplación del dolor de las demás, y convertirla, como mínimo, en reflexión.
Mar García Puig es escritora, filóloga y editora. Su último libro es ‘La historia de los vertebrados’ (Random House).
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