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Velibor Čolić, escritor: “Bebí para ahogar mis penas, pero aprendieron a nadar”

El escritor bosnio, refugiado en Francia y luego en Bélgica desde 1992, relata su exilio en ‘El libro de las despedidas’, donde encuentra en el humor y la fantasía un eficaz antídoto contra la desesperanza

El escritor bosnio Velibor Čolić en su casa en Bruselas, a mediados de noviembre.
El escritor bosnio Velibor Čolić en su casa en Bruselas, a mediados de noviembre.Delmi Álvarez
Álex Vicente

“Me llamo Velibor Čolić, soy refugiado político y escritor. Ocupo un espacio de 107 kilos y de 195 centímetros entre el cielo y la tierra”, se presenta el escritor, nacido hace 59 años en la ciudad bosnia de Modriča, en las primeras páginas de su nueva novela en clave de autoficción, El libro de las despedidas (Periférica), con el que prolonga su relato sobre su largo exilio en Francia, “un país grande hecho de habitaciones bajas y pasillos estrechos”. Lo abandonó en 2020, después de casi tres décadas, en dirección a Bruselas, donde reside con su compañera, una arquitecta croata, junto a un parque pegado al barrio multicultural de Molenbeek. Haciendo justicia a la descripción que hace de sí mismo en el libro, el holgado comedor parece quedarle estrecho a esta mole de buen corazón (y un punto de melancolía), que ha encontrado en el humor y la fantasía el mejor antídoto contra la desesperanza.

Si le gusta insistir en su tamaño descomunal, es para subrayar el milagro que supuso que el enemigo no lo abatiera, que pudiera escapar tras ser detenido y luego huir al país de acogida. Al llegar a Francia, el escritor bosnio, que en su país tenía rango de joven y brillante intelectual, se sintió “devuelto al analfabetismo”. Sin voz, sin recursos y sin papeles, tratado “como un niño de cuatro años” y condenado al silencio. “A un hombre que nunca dice nada, que no sabe nada y que por añadidura es pobre se lo toma siempre por idiota”, escribe en el libro, tercera de sus obras sobre la guerra y el desarraigo que han marcado su vida. Continuación del magistral Manual de exilio, esta nueva obra relata sus casi tres décadas viviendo en distintas ciudades francesas y su integración en una cultura que no se lo puso fácil, hasta lograr convertirse en escritor en francés, lengua que aprendió a los 30 años y que hoy compara “con una casa alquilada”: nunca será de su propiedad, lo que no impide que uno pueda acomodarse en ella. Al otro lado de la ventana, el cielo está pintado de un gris otoñal y tirando a tétrico. A Čolić no le importa: al escritor no le gusta el sol. “Me quema la piel, el calor me marea y no me gusta sudar”, se ríe. “No es de extrañar que sea un tipo inmaduro, que nunca haya madurado. En realidad, me he pasado la vida a la sombra”.

PREGUNTA. En el libro sigue con el inventario de experiencias sobre el exilio, bajo la influencia de Georges Perec, que ya inició con el volumen anterior. ¿Le quedaban cosas por decir?

RESPUESTA. Siempre lo entendí como una trilogía, que concluirá en 2024 cuando publique la tercera entrega en francés. La trilogía empieza en el momento crucial y fatídico en que posé mi maleta sobre el suelo francés, después de desertar del Ejército bosnio en 1992 y de escapar del país, y terminará en ese mismo momento, como dibujando un círculo que se acaba cerrando. Al llegar a Francia, viví como si fuera una bola de pinball, sometida a continuos golpes aleatorios, en un mundo lleno de esquinas y peligros. Cuando publique este nuevo volumen, dejaré de hablar del exilio. Ya le he dicho a mi editor que luego pienso dedicarme al realismo mágico.

P. El libro de las despedidas describe su esforzada conversión en un hombre cualquiera, que deje de estar marcado por la guerra. ¿Cree que lo ha conseguido?

R. Ahora hablo francés e incluso tengo la nacionalidad. Y, a la vez, en la mirada de los demás, sigo siendo un extranjero. Durante mucho tiempo, nunca me preguntaron quién era ni cómo me encontraba, sino de dónde venía, cuál era la procedencia exacta de mi acento. Joseph Korda, superviviente de Auschwitz al que conocí en Budapest, me decía que, a veces, se olvidaba de que era judío. “Pero siempre, en todas partes, hay alguien dispuesto a recordármelo”, me dijo una vez. A mí me pasa lo mismo con mi condición de exiliado.

P. Pese a su sentido del humor, el libro refleja los efectos físicos de ese desarraigo, la autodestrucción física y mental que comporta, la sospecha de estar volviéndose loco.

R. Hay un vínculo evidente entre mi estado de salud y mi desamparo. Por ejemplo, cada vez que me acerco a una frontera y sé que tengo que cruzarla, siempre me falta el aliento. En el libro narro mis experiencias en los servicios psiquiátricos de varios hospitales franceses. Y el ejemplo más extremo es una enfermedad autoinmune que he sufrido estos últimos años, la pemphigus vulgaris, que afecta a las glándulas lacrimales y se manifiesta a través de unas ampollas monstruosas que aparecen por toda la piel. La relación es obvia.

“Los grandes autores del exilio, como Zweig o los disidentes rusos, hablan de sus estados de ánimo. Yo pasé, sobre todo, hambre”

P. “He cambiado de peinado, de ropa y de lengua. De barriga, no. La verdadera pobreza radica en el estómago”, describe en su libro. ¿Lo peor del exilio fue el hambre?

R. Mis amigos me dicen que sigue siendo espectacular mi manera de empezar a comer un plato. Para mí, el destierro está muy vinculado a lo físico. Los grandes escritores del exilio, como lo fueron Stefan Zweig o los disidentes rusos, hablaban de sus estados de ánimo, por encima del resto de consideraciones. Lo que yo pasé fue, sobre todo, mucha hambre. Un exilio no es solo una cuestión de alma, sino también de cuerpo.

P. Además de los chistes un poco cáusticos, los remedios que encontró fueron el alcohol y el sexo.

R. Acabé dejando el alcohol a los 50 años, hace casi una década. Bebía para ahogar mis penas, hasta que mis penas aprendieron a nadar. Llegó un punto en que me di cuenta de que la mañana siguiente no solo estaba igual de desesperado que la víspera, sino que encima estaba cada vez más enfermo. Las mujeres me permitieron romper con el silencio al que me condenaba mi mal dominio del francés. Había maneras de hablar que no pasaban por el idioma. El tacto ajeno me permitió decirme que estaba solo y que era pobre e incluso mudo, pero que seguía estando vivo.

P. Aborda cuestiones políticas, pero nunca de manera ideológica o partidista. ¿Por qué?

R. Nuestro destino siempre es producto de la política. Sin ir más lejos, mi vida coincide con un ciclo de transformación histórica: yo cambié el fin del comunismo por el ocaso del capitalismo. Sin hablar de política de manera totalmente explícita, sí he querido dejar claro que el patriotismo es una enfermedad muy grave que, en las trincheras, se vuelve directamente mortal. Aunque, en realidad, la imagen más auténtica de la guerra sería algo parecido a un poder invisible.

P. ¿Se siente europeo?

R. Sí, profundamente europeo. Si no abro la boca y no dejo que escuchen mi acento, me podrían tomar por danés, alemán o belga. Los europeos formamos parte de una unidad muy pequeña, aunque no siempre queramos darnos cuenta de ello. ¿Podemos desligar el destino español del francés, el sueco o el croata? Yo creo que eso no es posible. Nuestros destinos están ligados para siempre, en la salud y en la enfermedad.

“Después de la guerra no llega la paz. Llegan la ira, la enfermedad, el duelo y el odio. La guerra no deja de respirar”

P. ¿Cómo vive los conflictos en Ucrania o en Palestina, por citar solo los dos que nos quedan más cerca, un exiliado, una víctima de la guerra?

R. Siento tristeza, por supuesto, y mucho enfado. Pero a veces me sorprendo sintiendo, por encima de todo eso, un gran fatalismo. Aun así, pienso mucho en las víctimas y en lo que les espera. Hace unos años, me pidieron que diera un consejo a los refugiados que llegaban a Europa. Contesté esto: “Que sean blancos y cristianos”.

P. ¿Qué pronóstico hace? ¿Observa el final de la guerra en un horizonte no excesivamente lejano?

R. Después de la guerra no llega la paz. Llegan la ira, la tristeza, la enfermedad, el duelo y el odio. Incluso en tiempos de paz, la guerra sigue siendo una cosa viva, algo que sigue respirando. El proceso de sanación siempre es muy largo. En lo individual como en lo colectivo, se dan tres pasos adelante y luego dos hacia atrás. Hay que vivir día a día. Yo flirteé con la idea del suicidio. Me proponía suicidarme cada viernes para disfrutar así de los días anteriores, pensando que serían los últimos. Luego llegaba el viernes por la noche y lo dejaba correr. Me sabía mal amargar el inicio del fin de semana a policías y bomberos… Y así, ganaba una semana, y luego otra, y luego otra más.

P. En el libro habla en repetidas ocasiones de “un frío metafísico”. ¿A qué se refiere? ¿Y lo sigue sintiendo?

R. Me convertí en un hombre de hielo por dentro, ausente, como insensibilizado. Mis primeras novias en Francia me decían que era imposible llegar a mí, excavar en mi interior. Era una contradicción: por dentro me quemaba un enorme sentimiento de pérdida y de injusticia, pero por fuera no se veía nada de todo eso. Era como un fuego glacial.

P. ¿Diría que fue una forma de sufrir menos?

R. Sí, supongo que fue un mecanismo de autodefensa inconsciente. El exilio me convirtió en un Yeti por dentro. Tenía la sensación de que, si un día me cortaban un brazo, no sentiría nada. Con los años me he ido acercando a una temperatura corporal más o menos normal. Y eso me preocupa un poco, porque, pese a lo que decía al comienzo de todo, no sé si me gusta la idea de acercarme demasiado a la normalidad. Si un día me convierto en un tipo normal, ¿de qué escribiré?

‘El libro de las despedidas’. Velibor Čolić. Traducción de Laura Salas Rodríguez. Periférica, 2023. 208 páginas. 19 euros.

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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