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Coral Bracho, poeta: “El alzhéimer es poesía pura en muchos sentidos”

La escritora recibirá el 25 de noviembre en Guadalajara (México) el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, que reconoce los más de 40 años consagrados a los versos. Los últimos, dedicados a su madre, que murió con la “enfermedad de las palabras”

Coral Bracho
Coral Bracho en Ciudad de México el día 14 de noviembre de 2023.Hector Guerrero
Carmen Morán Breña

El acompañamiento a su madre, enferma de alzhéimer, le descubrió a Coral Bracho un campo fértil para sus poemas. De aquel cerebro que se desmoronaba entre vacíos y abstracciones brotaban versos que la poeta mexicana intuía, convertía en inspiración o simplemente reproducía. La “enfermedad de las palabras”, como la mujer la describió con acierto, fue la materia del último libro de Bracho, Debe ser un malentendido: ¿Cómo haces para saber/ que adentro de mi cama/ no hace frío y allá sí?, se preguntaba aquella cabeza que daba tumbos y se mofaba de los médicos. La poeta, también narradora y traductora (Ciudad de México, 72 años) odia las entrevistas, espanta la grabadora con un gesto de su mano, como si ahuyentara distraída a una mosca, pero siempre tiene la sonrisa dispuesta, qué le va a hacer, si no le queda más remedio que lidiar con todos los que la buscan desde el pasado 4 de septiembre, cuando le concedieron el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, un reconocimiento literario que la coloca junto a su “amigo del alma”, David Huerta, en la prestigiosa lista de escritores cuya trayectoria homenajea cada año la feria de Guadalajara. Por lo demás, Coral Bracho no sufre, es feliz con sus dos nietas y la escritura es para ella algo liberador.

“Yo nunca pensé en escribir poesía, no era un proyecto, sí leía a los poetas franceses, o a T. S. Eliot, que me fascinaba, al mexicano José Carlos Becerra, que murió joven, pero también novela, filosofía, yo quería dedicarme a la ciencia de la mente. No fui de esas niñas que redactaba poemas, ya estaba grande cuando me planteé, de un día para otro, cómo sería escribir poesía, me senté en un parque y comencé a describir lo que veía. Y me gustó hacerlo. Aquello era otra región mental”, dice en el recogimiento de una sala en la editorial Era, donde ha publicado la mayor parte de sus poemarios. Es una vieja casona en la colonia Roma, en la capital mexicana, con balcón y patio acristalado rebosante de plantas que luchan contra el pulgón blanco. Sobre las estanterías, cientos de libros, entre ellos Paradiso, de José Lezama Lima, el texto que le impulsó al arte de los renglones cortos. “Lezama Lima fue para mí un descubrimiento, un interés para meterme a escribir, observar cómo él podía describir así una escena mínima, un simple candelabro. Fue una constatación de lo que se podía hacer con el lenguaje”.

El canto del gallo

soltó su sol

a mitad del cuarto. Las llamaradas

entreabrían la cortina.

Estos versos son de Cuarto de hotel, un libro misterioso, inquietante, atormentado y loco, donde ya se atisbaba la enfermedad de la madre y Bracho indagaba en la poesía del alzhéimer, una dolencia que lleva ya algunas décadas motivando la exitosa creación de cineastas y literatos. Ana Teresa Carpizo Saravia fue bailarina y traductora. Se casó a los 18 años -ahí se acabó el baile- y tuvo seis hijos, pero un accidente aéreo la dejó viuda muy pronto. “Mi mamá pasó los últimos años de su vida con alzhéimer y le daba vergüenza que otras personas se dieran cuenta de que algo que ella decía no era cierto o no había pasado, fue siempre muy segura y eso la incomodaba muchísimo. En cuanto percibí su pudor, inmediatamente le dije que yo también tenía esa enfermedad de las palabras. Fue un descubrimiento. Su mirada era la de un niño, fresca, que se deslumbra, sorprendida. Mi mamá pudo ver una puesta de sol en el mar y me decía: ‘Sabes qué, de pronto salió fuego del mar, estaba todo quemándose’. Pero no lo decía preocupada del fuego, sino fascinada con la imagen”.

Pura poesía.

“El alzhéimer lo es, en muchos sentidos, sí. Fue muy conmovedor acercarme a ella desde ese lugar. Un día la llevamos a que diera una clase privada de baile, en el salón con los espejos, y disfrutó de un concierto de guitarra entre amigos”. Este fue el resultado:

¿Qué edad tengo?

A esa edad que me dices

¿quién puede ser tan feliz como yo

que puedo hacer todo

lo que más me gusta: bailar,

cantar? Y de esta enfermedad

de las palabras, el amor de Álvaro, y tú

-con estas cosas que hacemos-,

me van a sacar.

Coral Bracho de visita en la editorial Era de Ciudad de México.
Coral Bracho de visita en la editorial Era de Ciudad de México. Hector Guerrero

Este poema está encabezado por un paréntesis: (habla ella), con el que Bracho distingue los versos que salían libres de aquella mente que se disolvía, pero lo que la sorprendía sobremanera era cómo aquel derrumbe conservaba cierta claridad sobre las abstracciones “que tienen que ver con lo humano, por ejemplo la justicia”. En un paseo por la ciudad se toparon ambas con una maceta de azaleas. “La mata estaba florecida, preciosa, pero había dos o tres flores marchitas, mamá la ve y exclama: ‘No hay derecho, no hay derecho’. Se refiere a que no las regaron, pensaba yo. Luego comprendí: era una cuestión de justicia, de igualdad, no había derecho a que unas estuvieran florecidas y otras marchitas”. De ahí surgió otro bello poema.

La desazón ante las injusticias del mundo parece haberla heredado la hija. El jurado del Premio FIL destacó su continua indagación en la “politicidad” de la poesía, así lo dijeron. “Siempre he hecho poesía política. Hay momentos en que estoy escribiendo otras cosas y me obsesiona y vuelvo a ello. Desde muy joven me he planteado cómo es posible que siga habiendo guerras, me parece tan absurdo, con todas las posibilidades de evitarlas, de llegar a acuerdos, otras maneras de organización entre países…”.

-Más bien son premeditadas, ¿no? La venta de armas…

-Por supuestísimo, eso es lo aberrante, es un negocio desde siempre y cada vez más.

Ya no son tiempos de poetas malditos ni bohemios, ni de atormentados suicidas. Quizá tampoco de burlones Quevedos ni de caballerescos Garcilasos. Cuando a la uruguaya Ida Vitale le dieron este mismo premio de la FIL y le anunciaron la concesión del Cervantes, en 2018, le cocinó un bacalao al corresponsal de EL PAÍS que fue a entrevistarla, Enric González. Ese mismo ánimo cotidiano, sin personajismos, distingue también a Bracho, que tan siquiera se presenta como poeta. “Cuando me preguntan a qué me dedico, todo lo más digo que escribo poesía”. Mucho más tranquila que frente a los periodistas se la adivina ante la hoja blanca, en un proceso creativo que la divierte y que explica como una receta de cocina inaprensible: “Desde mi primer libro, Peces de piel fugaz, siempre he tenido la misma actitud al enfrentarme a un poema, igualito que ahora. Pienso en algo sobre lo que quiero escribir, una idea, veo algo que me da pie a entrar en ello… A partir de la primera frase, se produce un proceso mental muy singular, las primeras palabras llevan a las siguientes de una manera que no sientes cuando hablas, por eso se dice lo de la inspiración, es como si viniera de fuera, tanta fuerza tiene. Es algo que fluye sin que seas consciente plenamente, se parece mucho al canto. Un estado mental que continuamente te da sugerencias, no pienso en qué palabra sigue, porque si lo pienso, ya me detuve”.

Bracho ojea su libro de 'Poesía reunida 1977-2018'.
Bracho ojea su libro de 'Poesía reunida 1977-2018'. Hector Guerrero

Los poemas de Bracho están encuadrados en el neobarroco. Solo quiere decir que no están confeccionados para la nitidez, “solo quiere decir que son complejos para el lector”. Pero los neobarrocos son muy distintos y pocos se reconocen en esa etiqueta que adornó como nadie Lezama Lima. “A mí me interesan todas las formas de poesía y sé que un poema se puede leer de muchas maneras, incluso de maneras imprevistas por mí, por eso no me ha gustado dar entrevistas, para no explicar los poemas, para dejar que el lector, si le interesa, se meta en ellos desde su propia manera de ver, de sentir o pensar”.

Y ahora Bracho vuelve a buscar en el volumen de su Poesía reunida 1977-2018, y recita alguno de esos poemas. Nadie tiene que pedírselo, regala su voz grave y serena a quien la escucha. Ya no son tiempos de divos. Al poeta le bajaron del Olimpo y hoy se asombra cuando la lotería le da un premio gordo. “Me gustaría que la poesía recobrara el lugar que tuvo, aunque creo que se han abierto nuevas formas de expresión y muchos jóvenes están encontrando acomodo en la poesía… O eso pienso yo, que pertenezco a este medio y conozco a muchos…”.

A pesar de la complejidad de sus versos, que no es tal, solo hay que dejarse envolver en su música, la autora de La voluntad del ámbar, El ser que va a morir o Si ríe el emperador, siempre se ha divertido escribiendo. “Me absorbe, pero no me martiriza, incluso si hablo de un sufrimiento tampoco lo sufro, más bien me libero. Algunas son realidades tremendas y me resulta liberador escribir, lo disfruto muchísimo. Cuando me di cuenta de que era disfrutable seguí haciéndolo”. Es por esa razón feliz de su pluma por lo que distingue entre ser poeta y escribir poesía. “Nunca me vería como una poeta”.

Anda ahora esta mujer fugaz recopilando los versos en los que recuerda su infancia y para sus nietas le gustaría retomar algunos relatos infantiles de los que también ha dejado buenas muestras. Escribir como jugar, como pintar, como cantar. Llega al torturador encuentro con los periodistas como la antigua profesora que fue, con una cartera llena de libros que quiere mostrar. Saca de ella algunos tesoros editoriales en los que colaboró con la pintora Irma Palacios o con el artista plástico Vicente Rojo: una primorosa caja de madera de la que extrae láminas sueltas de alto gramaje algodonoso. Cada una es un poema escrito a mano editado por El gato gris. Y se pone a leer aquellos versos que le inspiró su pasmo infinito por la Alhambra de Granada.

Versos en reinvención permanente

Peces de piel fugaz (1977). Estudiante de Hispánicas en la UNAM y lectora de Deleuze y Guattari, se inscribió en la tendencia neobarroca. “Al margen hay un abismo de tonos, de nitidez, de formas. Habría que / entrar levemente, oscuramente en ese instante de danza”. Su poesía, cerrada y compleja, propuso un universo propio desde su primer libro.

Ese espacio, ese jardín (2003). Este libro, que ganó el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores, es el testimonio de una madurez literaria en plenitud. En el del título juegan criaturas propias del imaginario de Bracho y en ese espacio la vida se enraíza a la muerte porque “los muertos vuelven también allí”.

Debe ser un malentendido (2018). El alzhéimer que padecía su madre inspiró este libro sobre los significados que se descubren al indagar la desmemoria desde el saber poético y un lenguaje quebrado. “Pero el sentido / del conjunto persiste: entre momentos, / entre ficciones, / bajo fracturas incesantes. Como un umbral, un asidero”.

Poesía reunida 1977-2018 (2019). Cuando la editorial Era publicó este volumen, los lectores pudieron comprobar cómo Bracho ha ido reinventando su estilo en cada libro, pero ha sido siempre fiel a su proyecto literario: a través de un repertorio de imágenes, a través del cuerpo y hacia la filosofía, pensar la vida y la muerte.

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Sobre la firma

Carmen Morán Breña
Trabaja en EL PAÍS desde 1997 donde ha sido jefa de sección en Sociedad, Nacional y Cultura. Ha tratado a fondo temas de educación, asuntos sociales e igualdad. Ahora se desempeña como reportera en México.

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