Gentrificación salvaje, corrientes subterráneas y trabajo sexual: así es la nueva literatura de Berlín
De Kirsty Bell a Vincenzo Latronico, varios autores extranjeros reflejan la identidad cambiante de la capital alemana, marcada por el encarecimiento de su coste de vida y por el peso traumático de la historia
Anna y Tom tienen una cuenta común en el banco, pero perfiles diferentes en Netflix, donde, en cualquier caso, “el algoritmo les propone las mismas cosas”. Esta pareja de jóvenes con profesiones creativas vive “un Erasmus a destiempo” en Berlín, rodeados de amigos franceses y polacos y portugueses y algún que otro belga o israelí —”alemanes, casi nunca”—, a los que no sabrían pedir ayuda si la necesitaran: su círculo de amistades es precario y quebradizo, igual que sus existencias. Se consideran feministas y comprometidos con las injusticias sociales, lo que básicamente significa que se indignan ante “ciertos episodios de racismo o sexismo ocurridos en Nueva York”. Aseguran que son bisexuales, aunque él nunca haya estado con un hombre y ella “una sola vez con una mujer, en presencia de Tom”. Cogen un Uber solo si nieva. Nunca comen atún. Se plantean irse a Lisboa, el nuevo Berlín en la imparable cadena evolutiva del neoliberalismo urbano, solo que “con comida mediterránea e inviernos suaves”. El día que terminen decidiéndose, víctimas de un encarecimiento gradual de sus primeras necesidades —la comida, el alquiler, las noches de juerga en Berghain—, se despedirán con un banquete de samosas ecológicas y un inhalador electrónico de CBD.
Para Anna y Tom, la gentrificación es algo que hacen los demás. Aunque, en realidad, los protagonistas de Las perfecciones (Anagrama), novela de Vincenzo Latronico publicada en mayo, sean culpables de todos los cargos. Forman parte del cuarto de millón de nuevos residentes que llegaron a Berlín en el lustro comprendido entre 2012 y 2017, un 81% de los cuales eran extranjeros. Durante su llegada, acompasada por un flujo constante de vuelos low cost, los pisos protegidos cedieron lugar a apartamentos de lujo, previa adquisición por fondos de inversión que luego los venderían a precios despiadados. “Quise ambientar el libro en Milán, donde vivía antes, hasta que caí en que Berlín era la quintaesencia de un cambio mayúsculo que explica que encontremos el mismo bar de vinos naturales aquí que en el Eixample de Barcelona, el barrio milanés de Isola o el distrito XX de París”, responde Latronico, italiano de 39 años asentado en Berlín, en un biergarten de su nuevo barrio. Antes vivía en el mismo lugar que sus personajes, en la frontera entre Kreuzberg y Neukölln, las dos zonas con alta densidad de jóvenes enterados que en otro tiempo poblaban solo los gastarbeiter (o “trabajadores invitados”, uno de esos bonitos eufemismos del alemán), en su mayoría turcos. Si se mudó a Charlottenburg, en la punta oeste y más residencial de la ciudad, fue porque los pisos acabaron siendo más baratos allí que en los antiguos barrios obreros.
En Kreuzberg, sin ir más lejos, los alquileres subieron un 71% entre 2007 y 2016. Aquella ciudad interminable, la de los pisos vacíos a precio irrisorio, es cosa de otro tiempo. “El espacio había dejado de ser ilimitado”, escribe Latronico, como si emulara a los colonos norteamericanos que, al toparse con el Pacífico, entendieron que el mito de la abundancia se vendría abajo en algún momento. La frontera se cerraba y empezaba, en cierto modo, la decadencia estadounidense (no por casualidad, el título de trabajo de Las perfecciones era La abundancia).
¿Sucede lo mismo con Berlín, que parece perder gradualmente su estatus de capital alternativa del continente, su especificidad en un paisaje europeo cada vez más homogéneo? “Sí, pero… ¿no está perdiendo todo su especificidad? ¿No estamos perdiéndola usted y yo? No le conozco de nada, pero estoy convencido de que nuestros pisos son casi idénticos, que leemos los mismos libros, que podría haber llegado a esta entrevista vistiendo una chaqueta muy parecida a la suya”, responde Latronico. “El libro habla de la gentrificación de la ciudad, pero también de una de tipo interno o mental, de la que somos víctimas y perpetradores. Lo que le sucede a Berlín también nos está sucediendo por dentro”.
Vincenzo Latronico: “Berlín es la quintaesencia de un cambio que explica que encontremos el mismo bar de vinos naturales aquí, en Barcelona, en Milán y en París”
Las manchas de moho pintaban las paredes como en un cuadro abstracto. Una mañana despertó con un charco en el suelo de la cocina, lo que condenó a Kirsty Bell a una nueva vida llena de cubos y barreños, de goteras y filtraciones. La escritora y crítica de arte británica, asentada en Berlín desde 2001, decidió buscar de dónde salía toda esa agua que se deslizaba por las paredes de su majestuoso inmueble decimonónico, situado a la orilla del canal Landwehr, no muy lejos del lugar por donde solía pasar el muro. Se acababa de separar, por lo que la metáfora que suponía el siniestro le pareció puñetera pero también oportuna. Cuando le arreglaron las tuberías, ya era demasiado tarde: estaba inmersa en la investigación que la llevaría a escribir Corrientes subterráneas (Errata Naturae), a medio camino entre el testimonio personal y una historia cultural de la ciudad a partir de su orografía y del agua subterránea que circula por sus intestinos.
Tomando su ventanal como punto de partida, con el cauce del canal siempre en primer plano, recorrió las vidas de los residentes en su edificio, las enseñanzas de Walter Benjamin, Franz Hessel o Rosa Luxemburgo, los misterios que escondían los incongruentes paisajes en las inmediaciones del edificio. “Nunca quise escribir otro libro sobre Berlín porque puede que ya haya demasiados. Pero, en los 20 años que llevo aquí, la ciudad ha cambiado mucho y de manera muy rápida. Diría que muchos escritores tratamos de entender qué ha pasado en estos años, de encontrarle un sentido a algo que no lo tiene”, afirma en la oficina que ocupa en el bajo de una calle silenciosa, en la que solo se oye, cada cuatro minutos de reloj, el silbido del metro aéreo.
Bell descubrió, por ejemplo, que Berlín estaba construida sobre un lodazal. “Las cosas tienden a desaparecer en una ciudad levantada sobre la arena”, escribe. “¿Sirve eso para explicar el extraño letargo que a veces se cierne sobre la ciudad?”. Berlín no recibió ese nombre por el oso que luego adoptaría como mascota, como muchos suelen creer, sino como una derivación de la palabra eslava para definir las ciénagas (brlø). Y esa etimología, asegura Bell, supone “una doble fuente de vergüenza” para los berlineses, por lo poco noble que resultaba la imagen y porque implica asumir las raíces orientales de la ciudad, siempre menos distinguidas, supuestamente, que las prusianas. ¿Un prejuicio ya superado, propio de otro tiempo? En 2008, la ciudad procedió a demoler el Palacio de la República, el Parlamento socialista de la extinta RDA. En su lugar se erigió una réplica del Palacio Real, antigua sede de la dinastía de los Hohenzollern, un contestado pastiche que costó 680 millones de euros. Algunos, como Kirsty Bell, lo consideran la piedra angular de “un revisionismo histórico bastante grave”. Sus corrientes subterráneas también funcionan como símbolos de la represión que abunda en su ciudad de adopción.
La nueva literatura berlinesa se ha ido alejando de los parámetros de otro tiempo, de los estragos del nazismo, la fractura de la posguerra y la laboriosa reunificación, para ofrecer una instantánea más precisa de la ciudad actual. En muchos casos, de la mano de autores extranjeros que se instalaron en Berlín y se convirtieron en observadores privilegiados de esos cambios estrepitosos de los que, en el fondo, ellos mismos eran corresponsables. A Bell no le sorprende que los escritores que están cambiando el reflejo literario de Berlín no sean alemanes. “Cuando lo escribí, era muy consciente de mi condición de outsider respecto a su cultura, su historia y su idioma. Por otra parte, mis hijos son alemanes. Aunque no sea mi propio pasado, ahora forma parte de mi historia familiar. Estoy en el medio”, responde. Aun así, dice que a un nativo, por ejemplo, no le hubiera sorprendido la existencia de las llamadas Berliner zimmer, habitaciones angulares y de una incomprensible geometría irregular. Bell resolvió el misterio: en la arquitectura burguesa del siglo XIX, su función consistía en unir las partes frontales de los edificios, llenas de luz y destinadas a las clases pudientes, con las alas perpendiculares, con pisos más pequeños y oscuros donde vivían los menos privilegiados. Más tarde, uno se da cuenta de que se trata solo de uno de los cientos de triángulos incómodos que abundan en el paisaje berlinés.
La nueva literatura berlinesa se aleja de los estragos del nazismo y la fractura de la posguerra para ofrecer una instantánea más precisa de la ciudad actual
Dos nuevos cómics, también escritos por autores no alemanes que viven o vivieron en Berlín, dan otras vueltas de tuerca a la identidad de la ciudad. Hinterhof (Garbuix Books), de la rusa Anna Rakhmanko y el danés Mikkel Sommer, relata la historia real de una dominatrix, Dasa Hunk. Al llegar a la capital alemana, se orientó hacia la música, el cine, el arte… y el trabajo sexual. “En Berlín podía vivir la vida que siempre había soñado”, dice en el libro, que reafirma la reputación libertina de la ciudad. Por su parte, Hypericon (Salamandra), de Manuele Fior, narra la historia de una joven italiana que llega a un Berlín libre y finisecular para trabajar en una exposición sobre la tumba de Tutankamón. En la ciudad conoce a Ruben, punk de pacotilla que esconde el móvil que le obliga a llevar su padre, quien le llama religiosamente cada domingo. Vive en una de esas casas okupas que luego se convertirán en hoteles de lujo, con la que el autor parece insinuar que la contracultura de la época ya llevaba en su interior la semilla de su propia destrucción: algunos de sus integrantes eran pijos que simulaban malvivir, ese rito de paso.
Esos días quedan lejos. El llamado mietendeckel, o la congelación de los alquileres durante cinco años aprobada por el Senado de Berlín, solo duró unos meses: en 2021, fue revocada por anticonstitucional. Berlín acaba de ser escogida como “la ciudad más smart”, según la consultora Juniper Research, que la ha designado como la urbe “que mejor usa las soluciones digitales para sus habitantes y sus negocios”. Nómadas digitales, willkommen.
Julia Franck no es extranjera, pero sabe muy bien lo que uno siente al serlo. “Cuando era joven, sobre todo antes de que cayera el muro, no me sentía en casa ni en Berlín ni en Alemania”, dice en la terraza de un café de su barrio, Schöneberg, antigua cuna de la cultura queer en la ciudad. Nacida en 1970 en Berlín Este, la escritora tenía ocho años cuando se mudó al Oeste con su familia, donde llegó al campo de refugiados de Marienfelde, donde ambientó su novela Zona de tránsito en 2003, y luego vivió en una casa de campo en el land norteño de Schleswig-Holstein. A los 13 años, logró que unos amigos de su madre, una actriz inestable, la acogieran en su casa para ir al instituto en Berlín. Allí descubrió el desdén de los alemanes occidentales hacia los alemanes del Este.
Su último libro, La extraña soy yo (Tusquets), es un relato autobiográfico que empieza en mayo de 1992, en un pequeño piso berlinés lleno de libros y formularios de prestaciones sociales, y da saltos en el tiempo para narrar el paso de la infancia a la edad adulta. “Sucedió algo muy raro: con los años, empecé a encontrar que este lugar se me parecía. Ahora diría que mi vida no podría haber transcurrido en ninguna otra ciudad, tal vez porque Berlín está llena de rasguños y cicatrices, espacios en blanco y mezclas imposibles. A los 20 años no lo hubiera creído, pero todo lo que veo en la arquitectura de esta ciudad ahora también lo reconozco en mí”.
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