Esa tormenta llamada progreso: la canción triste de Anne Teresa de Keersmaeker
La gran coreógrafa belga vuelve al Festival de Aviñón con un extraordinario espectáculo inspirado en el ‘blues’ que llegará a Madrid y Sevilla en 2024
La danza de Anne Teresa de Keersmaeker acostumbra a estar ligada a la música clásica y contemporánea: ahí están sus cinco colaboraciones con Steve Reich o sus obras basadas en Mozart, Mahler y Bartók. Menos habitual es que beba de la tradición popular del siglo XX, como sucede en su nuevo espectáculo, Exit Above, recién estrenado en el Festival de Aviñón, donde es una vieja conocida —aún recordamos su extraordinaria función con Boris Charmatz en el Palacio de los Papas en 2011— antes de emprender una gira europea que la llevará a Madrid y Sevilla el año que viene. La coreógrafa belga, uno de los principales artífices del cambio de eje de rotación de la danza en los noventa —del ballet académico al movimiento libre propio de lo contemporáneo— se inspira esta vez en el blues. Si en 1927 su melancólico patrón de 12 compases servía para lamentar la inundación del Misisipí, un siglo más tarde permite a De Keersmaeker llorar por otro mundo perdido o en proceso de perdición, fruto de nuevos desajustes climáticos: el del presente.
Exit Above empieza con un cúmulo indigesto de referencias a la alta cultura europea que, en un primer momento, puede hacer temer lo peor: un guiño a La tempestad de Shakespeare, otro a aquel cuadro de Paul Klee en el que Walter Benjamin logró observar “el ángel de la historia”. Pasado ese prólogo, todo se vuelve ligereza. La tormenta aparece en forma de velo traslúcido que flota sobre el escenario, mágica idea del escenógrafo Michel François. Cuando escampa, aparecen 13 bailarines veinteañeros que dibujan un retrato robot generacional: andróginos, multiculturales, llegados de medio mundo (de Hungría a Brasil, de Serbia a Costa Rica), con cuerpos diversos que nada tienen que ver con la rigidez anatómica de antaño. Se mueven sobre líneas geométricas que parecen designar caminos que se han vuelto inservibles. Es una manada adicta a la danza, poseída por el ritmo, que baila hasta la extenuación al ritmo de la guitarra de Carlos Garbin y la voz de Meskerem Mees, flamenca de origen etíope que en una vida anterior debió de cantar sus penas a la orilla de algún delta sureño. Crean grupos efímeros, dúos y tríos que se hacen y deshacen con cada movimiento. Son los protagonistas de un carnaval hecho de alianzas provisionales, de insinuaciones sexuales, de excesos queridos y luego lamentados. Se desnudan, alcanzan el éxtasis, se provocan el vómito, renacen de sus cenizas y vuelven a empezar, como si emularan el ciclo de la marea.
Por su edad deberían bailar trap, pero prefieren el blues; ambos funcionan igual de bien como espejo de sus lamentos. Más tarde se entregan al rock con el vigor de jóvenes desafiando, como en Footloose, una ley antibaile dictada por un fundamentalista. Luego prueban con el hip hop, la música dance, unos pasos de samba. El resultado es ininteligible y penetrante, como la mejor poesía, y está marcado por un nivel demencial de exigencia física, como demuestra la ejecución perfecta de una troupe en la que sobresalen dos bailarines superdotados, Solal Mariotte y Jacob Storer. El resultado tiene el efecto purificador propio de una tragedia griega. Salimos tristes y felices, pensando en la frase de Benjamin que hemos escuchado al principio: “Esa tempestad es lo que llamamos progreso”. No será un camino apacible. Seguro que será intrigante.
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