Las metamorfosis de Biber
Amandine Beyer y su grupo Gli Incogniti ofrecen una visión personalísima de las ‘Sonatas del Rosario’ del compositor bohemio, nacida con una fuerte vinculación con el mundo de la danza
La inspiración existe: su presencia se percibe constantemente —y de qué manera— en las Sonatas que escribió Heinrich Ignaz Franz Biber para ilustrar musicalmente 15 de los 20 misterios del rosario católico: los cinco gozosos y otros tantos dolorosos y gloriosos. En el único manuscrito de la obra, que llegó procedente de un legado privado a la Bayerische Staatsbibliothek de Múnich en 1889, más de dos siglos después de su composición, cada sonata aparece encabezada, de hecho, con un dibujo alusivo al contenido de los distintos misterios, desde la Anunciación a María hasta su Coronación como reina de la tierra y el cielo. La decimosexta sonata, con un dibujo diferente del ángel de la guarda, está escrita para violín solo, sin bajo continuo, en forma de passacaglia sobre el característico tetracordio descendente, y es, junto con la primera, la única que se vale de la afinación normal por quintas del instrumento. Todas las demás recurren a una desafinación o scordatura diferente, alguna tan extravagante como la de la undécima (la alusiva a la Resurrección), con octavas alternantes y la tercera cuerda afinada una cuarta más aguda que la segunda. La notación de Biber difiere, por tanto, de lo que suena realmente, pues las quintas pueden convertirse en octavas (XI) o en terceras (XIII), y las segundas devenir en unísonos (XIV). Se trata de un violín, por tanto, ovidiano, en incesante metamorfosis.
Después de siglos de olvido, ahora no hay violinista barroco que, siguiendo la estela ya lejana de pioneros como Eduard Melkus o Franzjosef Maier, se resista a dejar su impronta en estas obras, un dechado de fantasía y que pone el listón inalcanzablemente alto en el ámbito concreto de las variaciones, bien concebidas como doubles de todo un movimiento, bien como passacaglias con un bajo repetido (y, en ocasiones, bimembre, para acentuar la originalidad). Amandine Beyer las ha abordado en conjunción con un proyecto coreográfico de Rosas, la compañía de Anne Teresa De Keersmaeker, que ya había imaginado una comunión semejante de danza y música barroca con las Suites para violonchelo solo de Bach interpretadas por Jean-Guihen Queyras. Es sin duda esa convivencia con el movimiento lo que ha llevado a Beyer a resaltar el carácter danzable de muchas piezas, interpretadas con especial viveza, hasta el punto de superar incluso en brevedad a la versión nerviosa y por momentos casi atrabiliaria de Reinhard Goebel. Mientras que casi toda la discografía de estas sonatas supera generosamente las dos horas de duración, Beyer se queda un cuarto de hora por debajo.
Su interpretación, sin embargo, jamás suena presurosa o, mucho menos, superficial. Sí es, en cambio, desbordantemente personal, intensa, inspiradísima —tanto como lo es la propia música— y su despliegue de recursos técnicos (sobre todo, la riqueza y variedad de golpes de arco) es tal que oírla constituye casi un completo tratado práctico de violín barroco, que, en sus manos, parece un instrumento omnipotente. Al final de la sexta sonata, por ejemplo, donde asoman por primera vez los bemoles en la armadura con la llegada de los misterios dolorosos, se contraponen acordes secos, rotundos, enérgicos, con otros leves y dulcemente arpegiados. En la séptima son un prodigio los delicadísimos bariolages, y decisiones creativas como la discreta percusión casera en el Aria Tubicinum de la duodécima o los pizzicati no escritos de violín y viola da gamba en la gavota de la decimotercera son más que bienvenidas. La zarabanda de la decimoquinta, con sus sucesiones de sermicorcheas que levitan tocadas y articuladas con un solo arco, tiene algo de sobrenatural, una caricia que nos prepara para la descripción musical del ángel de la guarda, tocada con un asombroso empaque arquitectónico: poesía tallada sobre un bloque de granito, como ya había sucedido en la solitaria ciacona de la cuarta sonata. El continuo, también en constante transformación, integrado por viola da gamba o violone, archilaúd, tiorba y clave u órgano positivo, ayuda y apoya, crece o decrece, sin restar jamás protagonismo al violín, que en manos de Amandine Beyer —una intérprete con ángel, como saben todos los que la han visto tocar sobre un escenario— transmite como nunca el gozo, el dolor y la gloria de hacer música.
Biber: ‘Sonatas de los Misterios’. Amandine Beyer. Gli Incogniti. Harmonia Mundi. 2 CD.
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