Los Trastámara, la familia que transformó el mundo gracias a una zancadilla
El ensayo ‘Los Reyes Católicos y sus locuras’ recupera la historia de la dinastía castellana-aragonesa que unificó los reinos peninsulares y promovió el descubrimiento de América
Ensayos, novelas o biografías sobre la dinastía Trastámara y sus monarcas hay profusas, profundas y bien documentadas. El acierto de César Cervera Moreno (Ávila, 34 años) en Los Reyes Católicos y sus locuras (La Esfera de los Libros) está en convertir el devenir de esta crucial estirpe real castellano-aragonesa en una especie de relato familiar en el que no faltan parientes avarientos, abuelos enloquecidos, hijos caprichosos, nietos adorables o matrimonios rotos por el adulterio. Es decir, el autor no apabulla al lector con innumerables datos, sino que emprende la narración de una manera lineal, sencilla, que acaba, de repente, con el advenimiento de Carlos I y su desproporcionada mandíbula, que el escritor adjudica a la genética Trastámara y no a la Habsburgo, como es lo habitual. Todo ello intercalado con pequeñas píldoras de humor que transforman el ensayo en una narración agradable de leer a pesar de los sanguinarios y despiadados actos humanos que describe.
El árbol genealógico que incluye el ensayo en sus primeras páginas resulta imprescindible para seguir la apasionante trama. La gran mayoría de los miembros de esta saga ―que comienza con Enrique II (1369-1379) y que gobernó los reinos peninsulares de Castilla, Aragón y Navarra― fueron bautizados con los repetitivos nombres de Enrique, Juan, Juana, Alfonso y Fernando, por lo que echar un vistazo al mapa familiar de casamientos y alumbramientos se hace necesario cuando reyes y reinas homónimos encabezan dominios distintos de manera simultánea.
El inicio de la dinastía no puede ser más aterrador. Enrique II asesina a su hermano Pedro I gracias a una traición y se queda con el reino de Castilla. “Los luchadores ruedan por el suelo con las dagas desenvainadas hasta que queda el rey de Castilla [Pedro I] encima, a punto de vencer, pero entones Bertrand du Guesclin toma partido por quien llena sus bolsillos de monedas [Enrique II]. El rey [Pedro I] cae al suelo tras una zancadilla del francés, al tiempo que Enrique le apuñala con insistencia. ‘No quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor”, se justificó el galo infiel.
“Sin embargo, tras su derrota y muerte, Pedro I cayó en las brumas de la historia, donde están los villanos y los perdedores, mientras Enrique se eleva como el iluminado fundador de una dinastía regia llamada a hacer grandes cosas en el planeta”. Todos los reinados siguientes, hasta una quincena, se convierten así en una sucesión de batallas nacionales e internacionales ―en 1380 su armada saqueó las localidades ribereñas del Támesis y quedó a pocos kilómetros de Londres―, fallecimientos inesperados, fugas, ambiciones sin límite, accidentes, asesinatos, traiciones e hijos extramatrimoniales. La cima de esta emocionante historia llega con Enrique IV de Castilla (1425-1474), “un rey generoso, de buen corazón, sencillo, modesto y conciliador”, pero con un grave problema reproductivo. Sean o no ciertas estas disfunciones que animaban los corrillos maledicentes de la Corte, el 28 de febrero de 1462 nació la pequeña Juana, en principio hija suya y de su esposa Juana de Portugal. Tras el alumbramiento, esta última terminó descolgándose desde el adarve del castillo de Alaejos (Valladolid) en una cesta y huyendo con su amante, en ese momento el sobrino del carcelero de la fortaleza.
El viajero alemán Hieronymus Münzer sostenía que, a pesar de eso, la pequeña Juana fue el resultado de una precaria fecundación in vitro, la primera de la que se tiene constancia en la historia. Si la bebé era hija de Enrique o del mayordomo mayor de palacio, Beltrán de la Cueva, se convirtió con el paso de los años en un problema de Estado que terminó desembocando en una guerra entre la Beltraneja y su tía Isabel, la que se conocería como la Católica, y para la que, hasta ese momento, “el mundo no albergaba grandes planes, salvo que llegará a edad núbil y fuera empleada como moneda de cambio de alguna alianza matrimonial”. Tenía por delante otros herederos, tanto varones como mujeres, pero estos fallecieron a edad temprana.
El prohibido matrimonio entre Isabel y Fernando es digno de una novela, con un rey, de 17 años, que cruza Aragón y Castilla “disfrazado de mozo de mulas y que tiene que encargarse de las tareas más ingratas, como cuidar de las monturas o servir la cena al resto, por si alguien está observando desde las sombras. Aunque cueste distinguirlo a simple vista, es el rey de Sicilia y heredero aragonés quien se mueve por el monte como un vulgar bandido” al encuentro de su prometida en Burgo de Osma. “Allí le esperan trescientas lanzas afines a la princesa de Asturias Isabel” en su primer encuentro “lanzadera hacia la historia...”
Él, jugador, poco instruido, mujeriego, con una formación gruesa entre hombres de armas, pero a la vez gélido, reservado y calculador; ella, culta y religiosa, una pareja, que nada más conocerse hizo que “saltaran chispas” de amor. Dice Cervera que los Reyes Católicos “no eran ningunos cándidos y sí dos depredadores en un mundo donde el pez grande no solo se come al pequeño, sino que también promueve luego rumores sobre lo podrido que estaba el pescado que usurpaba el trono. No sin razón, el cronista Alonso de Palencia definiría en cierta ocasión a Isabel como una maestra del engaño”. Al ser primos los ardientes prometidos, no tuvieron reparos en falsificar una bula papal para evitar que alguien pudiera declarar la boda nula. “En caso de que alguien preguntara al difunto Papa si la letra y el texto eran suyos, cabía la garantía de que este guardaría un obligado silencio, como es costumbre inmemorial entre los finados”.
Esta pareja, que carecía de corte fija en sus reinos, está considerada la más viajera de su tiempo, “la más accesible para sus súbditos, y ese fue uno de los secretos de sus éxitos, pues estuvieron en todas partes y a la vez en ninguna demasiado tiempo”. Más de un cuarto del presupuesto anual del reino se gastaba en el traslado y alimento de este gobierno flotante, formado por cientos de personas. “Fernando e Isabel unificaron su diplomacia y sus fuerzas militares, ganando poder y efectivos la Corona, pero cada territorio guardó sus instituciones y sus leyes para sí. Se trataba de unir a través de la variedad. El germen de la España moderna estaba servido en la mesa, aunque era eso, una semilla, tan capaz de creer hacia arriba como morir bajo tierra”.
Luego vinieron las conquistas de Italia, de Granada, de América, la Inquisición y la expulsión de los judíos, los hitos más importantes de su reinado, además de una hija heredera, Juana, pero sin juicio y dominada por un psicópata como Felipe I, el Hermoso. Es imposible resumir la historia de la Baja Edad Media española en 396 páginas, pero no entretener al lector párrafo a párrafo con batallas, conspiraciones, descubrimientos, atrocidades o gloriosas gestas que hacen reflexionar sobre el devenir de una familia que, sin duda, cambió el mundo gracias a una zancadilla.
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