John Banville se despide de la novela a lo grande
La vuelta de un hombre al decrépito lugar de su infancia sirve al autor irlandés para trazar en ‘Las singularidades’ un magistral resumen de su universo narrativo. El escritor, premio Booker y Princesa de Asturias de las Letras, ha anunciado que podría ser su última obra de ficción
Hace ya 20 años que Claudio Magris escribió en este diario que la literatura de John Banville “está llena de fuerza en los detalles que capturan con intensidad sobria y devastadora los mecanismos fundamentales del hombre y el mundo”. Los benditos detalles que hacen posible advertir ternura en la tiniebla del mal y estrago en la luz del amor. Habitan su acendrada narrativa ambigüedades (nacidas porque “las palabras casi nunca significan lo que enuncian”, El libro de las pruebas), amagos, fastuosas imágenes, delicados lirismos, monólogos para subir el sentimiento al escenario del texto y encrucijadas fenomenológicas.
Una prosa límpida y envolvente, armada frase a frase con maneras de orfebre —en la entrevista de The Paris Review se describió como alguien que, obsesionado por las palabras y su orden sintáctico, trata en su escritorio de perfilar frases perfectas—, le proporciona al lector la perspicacia con la que poder adentrarse en la maraña moral que Banville crea para el gran teatro de los dilemas existenciales que levanta en sus obras una y otra vez, llevado por su convicción de que la función del arte es “intensificar nuestra experiencia de la vida”.
Por su virtuosismo, es capaz de componer listas hilarantes como las de Perec, de escribir una frase de siete líneas con la eufonía de un endecasílabo, de parodiar géneros o de inventarse neologismos
Fruto de seis años de escritura, reescritura y revisión —y tal vez, si damos crédito a las declaraciones de su autor, la última de sus novelas—, Las singularidades es una de las creaciones más admirables que ha compuesto Banville hasta la fecha. Por las deliciosas complicidades que establece con novelas suyas anteriores —lo que la convierte en una caja de resonancias, una novela de confluencias— y por su virtuosismo estilístico, capaz de componer listas hilarantes como las de Perec, de recurrir al humor becketiano para paliar la acritud, de escribir una frase de siete líneas con la eufonía de un endecasílabo, de esgrimir un narrador principal tan burlón como autoconsciente, de pergeñar pastiches de Nabokov como “la idea de una identidad supuesta entusiasmó al pobre infeliz”, de describir una mosca pero escribir que “las palabras son lo único que queda para mantener a raya la oscuridad”, de parodiar géneros o de inventarse neologismos como “haecceidad”.
Acaba de salir de prisión Freddie Montgomery, el asesino accidental que, en esa obra maestra que es El libro de las pruebas y mientras espera juicio, escribe su autobiografía en forma de una confesión que pueda redimirlo, el mismo que atraviesa Fantasmas y Atenea, las novelas que componen la trilogía que lleva su nombre.
Bajo el seudónimo de Felix Mordaunt (de nuevo la debilidad del autor por los conflictos de identidad), regresa al escenario del crimen que es el lugar de su infancia, como ya hizo el narrador Oliver Orme de La guitarra azul y como había hecho el atormentado Max Morden en la magnífica El mar —ese prodigio del estilo que arranca “Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea”— buscando cobijo en el pueblo costero en el que veraneó de niño. Y en ese lugar de la campiña y de la pesadumbre en el que un lánguido día de verano fallece el revolucionario científico Adam Godley en su novela Los infinitos será el intruso que deberá formar parte de la mascarada que protagoniza una enrarecida comunidad compuesta por el hijo del difunto Godley; su irresistible esposa, Helen; el desdichado William Jaybey (¿William J. B.(anville)?), biógrafo de Godley, o la señorita Ivy Blount, última descendiente de la nobleza del lugar y degradada a ama de llaves. Todos ellos personajes también de Los infinitos.
Y emerge de la bruma aquella Anna Behrens de Fantasmas y El libro de las pruebas para retar a Felix. También personajes de Mefisto, Eclipse, Imposturas y Antigua luz surgen como espectros de la memoria del protagonista. Además, las frases con las que arranca y cierra la novela son un guiño más si se advierte el juego con el que alude al trazo de una pluma al final de un proceso creativo. El lector decidirá si se refiere a la frase, a la novela o a la trayectoria misma del autor: “La punta de acero avanza a lo largo de la línea (…) para señalar un punto final”.
En esta invención crepuscular Banville evoca anteriores obras suyas para apelar a la complicidad del lector —como hizo su admirado Nabokov en su última novela, ¡Mira los arlequines!— a la vez que se complace en convocar a sus personajes a una fiesta de celebración de la ficción, a la manera de Auster en Viajes por el Scriptorium. Asimismo, invoca a sus dioses cotidianos: la pintura por medio del Inocencio X de Velázquez, la cosmología, las atmósferas opresivas o el amor yuxtapuesto a la ciencia. Esa disciplina que tan atractiva resulta al autor irlandés de la Tetralogía científica, donde reúne sus novelas dedicadas a Copérnico o Kepler, porque le permite divertirse urdiendo ficciones disruptivas, distorsiones de la realidad histórica y conjeturas sobre la teoría de las singularidades: “No hay progreso, solo regresión. ¿Y cuál será el final? ¿Un simio fabricando un hacha de sílex?”. Desde la nostalgia y la certidumbre de que toda realidad es voluble, desde la introspección en su propio arte, Banville se recrea.
Las singularidades aparece como una pieza esencial con la que concluir el puzle de la sofisticada obra banvilliana y, de este modo, contemplarla en toda su grandeza. Banville destilado en el alambique de su propia trayectoria. Banville elevado a la enésima potencia.
‘Las singularidades’. John Banville. Traducción de Antonia Martín. Alfaguara, 2023. 318 páginas. 20,90 euros
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