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Cuando la pintura huele a sudor

El CA2M de Móstoles redescubre la travesura contracultural y homoerótica de Martin Wong, víctima del VIH en los noventa, en su primera gran exposición fuera de su país

'Travesuras maliciosas', 1991. Acrílico sobre lienzo. Cortesía The Martin Wong Foundation y P.P.O.W, Nueva York.
'Travesuras maliciosas', 1991. Acrílico sobre lienzo. Cortesía The Martin Wong Foundation y P.P.O.W, Nueva York.

Me encanta cómo huelen los bomberos después del trabajo. Es una mezcla de nueces, caucho ahumado y olor corporal. Cuando se ha duchado y echado colonia, deja de interesarme. Él cree que me pone por su uniforme, pero lo que me pone es su olor”. Así de claro lo dice Martin Wong (1946-1999) en uno de sus cuadros. Las letras ocupan todo el lienzo y flotan sobre la silueta de un bombero de uniforme, y desde luego destilan esa “travesura maliciosa” que da nombre a otro cuadro suyo, esta vez con policía bigotudo y procaz como protagonista. También es el título de la gran retrospectiva que arranca ahora en el CA2M de Móstoles una brillante itinerancia que pasará por Berlín, Ámsterdam y Londres. Será la primera en Europa de un artista cuya fama en Estados Unidos crece y crece tras su muerte.

Agustín Pérez Rubio y Krist Gruijthuijsen, los comisarios, han acertado desde luego con ese epígrafe, porque Wong vio el mundo y lo pintó siempre con la mezcla de pasión, descaro, incorrección, sensualidad y concienzudo fetichismo de su frase sobre los bomberos olorosos.

El artista da un carácter épico a las fachadas de ladrillo visto y los solares inhóspitos de Loisaida

Nació y se crio en la California hippy de los años sesenta, hijo de una madre china y un padrastro chino-mexicano (más adelante reclamaría su pertenencia doble a ambas culturas y fantasearía con llamarse Chino Latino y Chino Malo). En la Costa Oeste fue compañero de viaje del grupo de teatro independiente Angels of Light, para el que diseñaba decorados y vestuario, y vivió a fondo la contracultura californiana de comunas, amor libre y tripis. A finales de los setenta se mudó a Nueva York y encontró un arreglo ideal: trabajaba como portero de noche en un hotel decadente del Downtown y dormía y pintaba en una de sus habitaciones durante el día. La vemos aquí en el cuadro Mi mundo secreto 1978-81, que es también un autorretrato en clave y un compendio de sus leitmotivs: los libros sobre temas improbables, de la astrología a los ovnis; el inventario obsesivo de objetos aparentemente banales; los cuadros de manos “escritos” con lenguaje de signos para sordos; los barrotes y rejas que reaparecerían en sus pinturas carcelarias; los ladrillos meticulosamente pintados uno a uno y que luego desplegaría en sus grandiosos paisajes urbanos del Lower East Side anterior a la gentrificación, entonces conocido como Loisaida por la pronunciación imperfecta de sus vecinos puertorriqueños.

'Mi mundo secreto 1978−1981', 1984. Acrílico sobre lienzo. Cortesía The Martin Wong Foundation y P.P.O.W, Nueva York. Colección KAWS.
'Mi mundo secreto 1978−1981', 1984. Acrílico sobre lienzo. Cortesía The Martin Wong Foundation y P.P.O.W, Nueva York. Colección KAWS.

Vivió ya prácticamente el resto de su vida en ese vecindario: muchos otros artistas se mudaban allí en busca de alquileres baratos o exponían en sus espacios autogestionados y galerías efímeras. Allí conoció a Julie Ault, a Keith Haring o al poeta y dramaturgo nuyoriqueño Miguel Piñero, que ya había ganado el Pulitzer por Ojos cortos, su obra teatral basada en su paso por Sing Sing. Wong compartió casa con él, se enamoró hasta las trancas y aprendió a ver el barrio a través de sus ojos. Loisaida fue su territorio cotidiano y mitológico, como el Yoknapatawpha de Faulkner o el Cookham de Stanley Spencer, otro pintor visionario con el don de transfigurar e infundir ardiente poesía a lo que para otros sólo serían barriadas listas para el derribo.

La identificación de Wong con heroinómanos y marginales conmueve: él mismo se sabe un ‘outsider’

Wong da un carácter épico y casi epifánico a las fachadas de ladrillo visto, las ventanas condenadas, las tiendas en liquidación y los solares inhóspitos de Loisaida, iluminados por diagramas astronómicos de constelaciones en cielos negros donde los resplandores rojizos parecen presagios de incendios devastadores. Es el mismo color de las caras y los cuerpos desafiantemente racializados de amigos y vecinos: los grafiteros, los camellos y trapicheros que retrató a partir del momento en que empezó a trabajar en una tienda de materiales de pintura y pigmentos donde compraban los artistas callejeros del barrio. Y el mismo que usó para autorretratarse, en un ejercicio de fetichismo homoerótico que con los años fue haciéndose más expreso y orgulloso.

Pero la mirada de Wong no es nunca la del voyeur a salvo, ni la del que inyecta dudoso romanticismo en las vidas difíciles de un barrio chungo en el duro Nueva York de los ochenta. Su identificación con heroinómanos, presidiarios y artistas-delincuentes conmueve porque él mismo se sabe un eterno outsider. Parecía frágil y friki, pero fue muy valiente al colocarse siempre aposta en la disidencia de la disidencia. Y eso desde el principio: en la postal de despedida que envió a los Angels of Light, ya en los setenta, dejaba clara su postura lúcida y política: “Os quiero pero nunca seré parte de vosotros. Un destello fugaz es todo lo que pido. No me lo neguéis”.

'Cuéntale mis problemas a la bola ocho, Eureka, 1978−1981'. Acrílico sobre lienzo. Cortesía The Martin Wong Foundation y P.P.O.W, Nueva York. Colección Dr. Daniel S. Berger.
'Cuéntale mis problemas a la bola ocho, Eureka, 1978−1981'. Acrílico sobre lienzo. Cortesía The Martin Wong Foundation y P.P.O.W, Nueva York. Colección Dr. Daniel S. Berger.

Su arte y su vida fueron a la vez incandescentes y escindidos: se sintió al mismo tiempo chino y americano; le ponían los hombres, pero mantuvo los lazos con una familia tradicional que no mencionaba su homosexualidad y a la que regresó cuando le diagnosticaron el contagio de VIH. Abrazó la cultura latina en lugar de abanderarse en su ascendencia asiática y evitó que lo etiquetaran en ninguna; pintó obstinadamente justo cuando se llevaba proclamar la muerte de la pintura, y mantuvo su lenguaje de códigos personalísimos contra los vientos y mareas de las modas del acelerado mercado estadounidense en los ochenta.

A la vez que pintaba tantos muros, rejas y barrotes, los hacía saltar por los aires. No extraña que guste tanto a los artistas jóvenes de un Estados Unidos y de un mundo que sigue sin resolver los temas que le obsesionaron. En una exposición de 1984 en la galería Semaphore garabateó un breve manifiesto sobre un cartón en la entrada: “Al bajar a la calle, quería mostrar algunas de las infinitas capas de conflicto que nos unen…, siempre encerrados dentro, siempre prisioneros fuera, ganadores y perdedores todos…”.

‘Martin Wong: Travesuras maliciosas’. CA2M. Móstoles (Madrid). Hasta el 29 de enero de 2023.

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