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Pascal Comelade: elogio patafísico del plato combinado

El músico suma un nuevo álbum a su singular e inabarcable discografía, que mezcla tonadas esotéricas y un localismo alucinado

Pascal Comelade
El músico Pascal Comelade, con una de sus guitarras de juguete, en un retrato de 2022

Entrevistar a Pascal Comelade (Montpellier, Francia, 1955) es ardua tarea, cirugía invasiva. De estoica seriedad pese a un talante irónico y generoso, recibe cada pregunta cual puya, frunce el ceño y baja la mirada, susurra y titubea, pausa sus palabras con largos silencios que parecen transportarle a un enajenado trance, para finalmente contradecir tu pregunta en un catalán articulado desde su francés natal, explicaciones que al tiempo iluminan y confunden. Hablamos de su nuevo álbum, última entrega en una discografía inabarcable, que comprende más de un centenar de referencias. Lo ha titulado Le non-sens du rhytme (Because / Music As Usual) y contiene la habitual mezcolanza de brillantes exhalaciones metronómicas, recitados en francés, esotéricas tonadas, muzak desviacionista, voces de ultratumba y ultralocalismo cósmico.

“Es otra producción de música instrumental, no pensada para ir con imágenes, aunque pueda servir en un contexto audiovisual”, sentencia con el disgusto de un viejo profesor contrariado. “En mis discos he invitado a cantantes, pero son colecciones de música instrumental. Nada más. Si hubiese querido hacer canciones, me hubiese interesado por la construcción de una canción, que es otro mundo, otra historia. Pero yo no puedo. Una canción no es un instrumental con voz añadida. No, no y no; es algo más complicado. A mí me interesa lo desligado, el collage, encontrar tu propio lenguaje, despojarlo de todo y hacerlo tuyo”.

“Barcelona era la capital del mundo. ¿Qué iba a pasar después de Franco? Al lado, París era convencional…”

Sus primeras grabaciones a mediados de los setenta, inspiradas en la música repetitiva y electrónica que descubre sintonizando Radio Andorra, son variaciones autóctonas sobre los postulados de La Monte Young, Philip Glass, Steve Reich, Moondog o Harry Partch. Hasta los prolegómenos del punk neoyorquino, sus adorados New York Dolls y Suicide, no regresará al rock and roll. “Soy muy limitado como pianista, no leo partituras”, confiesa quien de muy joven decidió que su capital cultural era Barcelona, no París.

“Imagínate llegar a este país en los setenta: ¿qué está pasando aquí?”, recuerda. “Barcelona era la capital del mundo… Hacía que te preguntases qué iba a pasar aquí cuando se acabase la mierda de Franco. En comparación, París era tan convencional… El primer disco que compré al llegar, en 1972, fue el segundo volumen del Dioptria de Pau Riba. Conservo muy viva esa imagen de Barcelona; aquella época de finales de los setenta no diría que fue la mejor, pero sí la más interesante”.

Hospedado en casa de Lluís Llach gracias a que sus padres —un psiquiatra y una divulgadora de la cocina tradicional— acogen a los cantautores catalanes de paso hacia París, Comelade se ve inmerso en unas calles cuyos transeúntes se parecen mucho a los retratados por Gallardo y Nazario. En los ochenta, vuelve a Barcelona y se instala en Gràcia, en el piso del poeta Enric Casasses, y traba amistad con el dibujante Max, el guitarrista Toti Soler o el desaparecido Víctor Nubla. En 1983, junto a Cathy Claret y Pierre Bastien, funda la Bel Canto Orquestra. El uso de juguetes e instrumentos de tamaño reducido, explica, lo inspiró Music for Amplified Toy Pianos, de John Cage.

Décadas más tarde, cumplirá el sueño de grabar con Pau Riba y Sisa. También trabaja con Albert Pla, el coreógrafo Cesc Gelabert y el pintor Miquel Barceló, músicos franceses como Richard Pinhas y Jac Berrocal, o los exploradores krautrock Jean-Hervé Peron, de Faust, y Jaki Liebezeit, de Can. Recientemente fabuló una pieza inspirada en The Velvet Underground junto al neoyorquino Lee Ranaldo. Construye así una obra inefable, que se inicia con Fluence (1975); desembarca en España con El primitivismo (1988), cuya portada firma Ceesepe, y alcanza su clímax comercial en L’argot du bruit (1998), donde cantan Robert Wyatt y PJ Harvey. Es un discurso, reformulado en cada nueva grabación, de melancolía minimalista ungida en humoradas patafísicas, excentricismo contrario a casi todo, seny y rauxa al unísono, sardanas y rock and roll.

“Para mí la chanson era el verdadero imperialismo”, confiesa Comelade, que dice aborrecer todo el cine francés. “Tampoco me interesa Gainsbourg, prefiero la canción italiana. Siendo adolescente descubrí que mi música era el rock and roll. Mi primer disco me lo regalan un Día de Reyes, Electric Ladyland, de Jimi Hendrix, yo tendría 14 años. ¿Te imaginas? Lo normal eran los éxitos radiofónicos: los Beatles, la variété…, y de pronto escucho a Hendrix. Mi relación con la música es patológica, sin juicios de valor. Para mí todo es un gran plato combinado, cada ingrediente tiene su valor, o no. En el rock encontré ese combinado, una multiplicación del caos y la información”.

El músico alterna folclor e irreverencia: vanguardia y tradición son dos tiempos de una misma cultura

Residente en Céret, durante el confinamiento pintó un mural en el bar Le Pablo, por Picasso, quien atraído por la luz del Vallespir pasó temporadas en la población y dio las obras que hoy custodia su museo de arte moderno. También Salvador Dalí pasó por Céret, en cuya plaza de toros protagonizó un multitudinario evento en 1965. Coleccionista de juguetes antiguos y raros instrumentos, amante de la bande dessinée y autor de mordaces collages protagonizados por iconos del rock, Comelade recurre como fondo al imponente Canigó, ante cuya cumbre vemos a una cobla sardanista liderada por el joven poeta Verdaguer, con barretina, de los billetes de 500 pesetas. Otros instrumentistas aparecen enmascarados a lo Batman, Mi­ckey Mouse y Krazy Kat, además de The Residents en cada globo ocular.

Intuitivamente, Comelade comprendió que la vanguardia y la tradición son dos tiempos de una misma cultura. De ahí que en sus discos rescate páginas del folclor catalán adaptándolas a su gustosa irreverencia creativa. Si no lo es, se parece mucho a un genio mediterráneo. “Estoy harto de ser el hijo de Erik Satie, el sobrino de Nino Rota y el nosequé de Kurt ­Weill”, refunfuña quien ha grabado descacharrantes transmutaciones de clásicos de The Rolling Stones, Dylan, MC5, The Kinks o Deep Purple. Y aunque en Francia sus músicas se han usado en el cine y aquí en campañas publicitarias, el éxito popular le ha esquivado. La culpa la tendrá ese pánico escénico que le hace tocar de espaldas al público o su nula voluntad de autobombo.

“Nunca me gustó el concepto de espectáculo, de representación”, concluye. “Pero vi que en el rock and roll puedes vehicular tu discurso; en el mundo del jazz, la clásica o la canción es imposible. El rock es el único lugar donde cualquier práctica puede funcionar. Para mí, es la única aventura humana del siglo XX. El rock and roll y el cómic son las últimas aventuras de verdad. No son una utopía o una revolución, sino una aventura”. Retirado de las giras desde su despedida oficial con un gran concierto en la catedral de Barcelona en 2019, en principio no habrá conciertos para promocionar este nuevo álbum. Los rockeros dadaístas no bailan. Mejor así.

portada disco 'Le non.sens du Rythme', de Pascal Comelade

Pascale Comelade 

Le non-sens du rhytme 
Because / Music As Usual

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