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María Velasco, teatro rabioso y deliberadamente hostil

‘Talaré a los hombres sobre la faz de la tierra’, por la que la dramaturga ganó el último premio Max como mejor autora, es una obra vehemente, poética y de gran belleza visual

Joaquín Abella y Laia Manzanares, en 'Talaré a los hombres sobre la faz de la tierra'.
Joaquín Abella y Laia Manzanares, en 'Talaré a los hombres sobre la faz de la tierra'.
Raquel Vidales

María Velasco ganó el último premio Max como mejor autora teatral por Talaré a los hombres sobre la faz de la tierra, que ella misma dirigió y estrenó hace dos años en el Festival de Otoño de Madrid. Desde entonces la pieza se ha representado en distintos escenarios de manera fugaz, pero el galardón le ha concedido otra vida esta temporada con nuevos periodos de exhibición en Madrid y Barcelona. La cartelera engulle estrenos a tal velocidad que a veces no deja tiempo para digerir montajes complejos como este, por lo que se agradecen segundas oportunidades. Hablamos de un espectáculo deliberadamente hostil como el mundo que retrata: una sociedad patriarcal que somete a las mujeres con la misma violencia con la que durante siglos ha intentado dominar la naturaleza. No hay disimulo sobre su adscripción al pensamiento ecofeminista. El teatro de María Velasco tiene siempre un fin político y no lo oculta.

En este caso, en respuesta a las brutalidades que describe, la dramaturga despliega su doctrina con una escritura rabiosa. Quizá porque “tiene una base autoficcional”, según explica también la autora, aunque aclara que eso no quiere decir que sea autobiográfica. Entendemos que se inspira en experiencias personales o cercanas. De ahí posiblemente la vehemencia. Paradójicamente, la puesta en escena es acogedora como el claro de un bosque y transpira una atmósfera casi mágica. Un espacio-refugio que sostiene poética y visualmente la equiparación entre mujer y naturaleza que propone el texto. Hay árboles que abrazan y ciervos que consuelan. Es el gran hallazgo del espectáculo.

Acompañamos a una joven en su viaje desde la adolescencia a la madurez. En su texto de presentación, la autora lo presenta como el “viacrucis de una mujer de la generación Y”. Hija de un hombre que hace barbacoas y una madre temerosa de Dios y de los hombres. Novia de un maltratador. Sobrina de un policía putero. Prostituta ella misma mientras prepara su tesis doctoral. Alumna en un sistema universitario anquilosado, endogámico y patriarcal. El tránsito es doloroso porque la violencia emerge en todos los frentes. En ese sentido, la obra resulta un tanto redundante. La niña que pierde la inocencia al cruzar al mundo adulto. La pureza es mancillada. La naturaleza es violada. No obstante, esa sensación de repetición queda matizada por la cantidad de temas que se abordan entre medias. La infancia, la familia, el sexo, el amor. Sí, el amor: a pesar de todo, hay hueco para la esperanza en este espectáculo. Siempre que se dé la batalla, claro.

La obra avanza con escenas breves que se combinan con parlamentos salpicados de poesía y referencias filosóficas. La autora dispara a ráfagas y muchas balas acaban perdidas, pero alguna te acaba tocando. A cada espectador, la suya. También hay momentos de tregua, como cuando se escucha una grabación de Federico Jiménez Losantos soltando diatribas contra las feminazis. Así como imágenes de gran belleza. Sobre todo las escenas en las que la protagonista interactúa con la naturaleza.

Laia Manzanares encarna con justa intensidad a la protagonista. No recarga los parlamentos más densos y alcanza momentos de gran intimidad en sus conversaciones con el resto de los personajes. Con su padre (Miguel Ángel Altet) cuando van a esparcir las cenizas de su tío putero. Con su madre (Beatrice Bergamín) cuando esta le confiesa un aborto. Con el tío putero cuando le cuenta que manda cartas de amor a sus clientas. Con la madre del novio maltratador (encarnada con profunda ternura por Fran Arráez, gran acierto) cuando le revela que también ella fue maltratada. Esta es, por cierto, una escena clave de la obra: la violencia como mal intrínseco y endémico del sistema que pasa de padres a hijos, asumida como natural por hombres y mujeres. Contra eso se rebela el espectáculo. También centrales son las apariciones del bailarín Joaquín Abella. Es el árbol, el ciervo, la naturaleza en la que encuentra refugio la joven.

En varios momentos de la función se hace referencia a Nietzsche. No tanto a su pensamiento como al momento en que se abrazó a un caballo y dejó de hablar hasta su muerte un año después. Ocurrió en 1889 en Turín, cuando el filósofo tenía 54 años. Al ver por la calle a un cochero que castigaba a su caballo, se acercó al animal, lo rodeó con sus brazos y dicen que susurró: “Madre, soy tonto”. Luego se echó a llorar y se desplomó. La batalla de María Velasco en esta obra es que su protagonista no tenga que llegar a ese extremo.

Talaré a los hombres sobre la faz de la tierra

Texto y dirección: María Velasco. Reparto: Laia Manzanares, Joaquín Abella, Miguel Ángel Altet, Fran Arráez y Beatrice Bergamín. Teatro Cuarta Pared (Madrid), desde el 17 de septiembre. Sala Beckett (Barcelona), del 13 al 16 de octubre.

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Sobre la firma

Raquel Vidales
Jefa de sección de Cultura de EL PAÍS. Redactora especializada en artes escénicas y crítica de teatro, empezó a trabajar en este periódico en 2007 y pasó por varias secciones del diario hasta incorporarse al área de Cultura. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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