‘Purgatorio’, el debut literario de Jon Sistiaga sobre las heridas abiertas del País Vasco
El escritor y periodista recurre a su experiencia en terrorismo y conflictos armados para abordar la desolación infinita de las víctimas, la vergüenza de algunos de los asesinos y la falta de arrepentimiento de los profetas del odio. ‘Babelia’ adelanta el primer capítulo
Si empezaba a escribir, seguramente pasaría el resto de su vida en la cárcel. Cerró los ojos y volvió a pensarlo por última vez, apretando fuerte el bolígrafo con la mano derecha. Si confesaba, estaría redactando su propia sentencia y a lo mejor su epitafio como persona, pero también saldaría viejas cuentas con todos sus demonios y algún que otro antiguo amigo. La tenue luz que colgaba del techo iluminaba la primera página de una pequeña libreta de cuero negro en la que iba a escribir esa condena. Sentado allí, en el rincón preferido de su restaurante, junto al pasillo que lleva a los baños, este hombre abatido ya hacía tiempo que había puesto su alma en la cola de espera del purgatorio.
El último de los empleados del Toki-Eder se extrañó de que todavía estuviera por allí: «Agur, Josu, hasta mañana. Cierras tú, ¿verdad?», le gritó desde la puerta antes de salir. No tenía la sensación de haber sido mal jefe durante todos los años que el restaurante llevaba abierto. Prácticamente el personal era el mismo desde el principio y esa fidelidad debía de significar algo. Su proyecto de casa de comidas, de lugar de encuentros culturales y sociales, había funcionado. Josu Etxebeste tenía un don con el público. Su clientela, entre la que no faltaban escritores, actores, empresarios o políticos, había dado al Toki-Eder fama de ser un lugar donde se comía muy bien y siempre pasaban cosas interesantes.
El edificio, una vieja fundición de hierro, tenía más de un siglo. Josu lo había comprado en ruinas y lo restauró manteniendo la planta original y las robustas paredes de piedra. En la parte exterior del complejo todavía resistía en pie uno de los antiguos hornos que fundían el mineral extraído de las cercanas minas de Ibarla. Una cascada de hiedra verde lo cubría entero, dándole un cierto aire fantasmal y misterioso. Toki-Eder estaba situado a las afueras de Irún, en uno de los últimos meandros que trazaba el río Bidasoa antes de diluirse en el Cantábrico. A Josu le gustaba contar a sus clientes que ese río tan barojiano abrazaba y bendecía a su restaurante y que el aventurero Zalacaín, del que siempre hablaba como un personaje real, había pasado por allí en alguna de sus correrías.
Josu, pelo canoso y abundante a sus cincuenta y cinco años, vestido siempre con vaqueros y camisetas oscuras que le daban un cierto aire de artista abstraído, era el alma de todo aquello, pero ahora, inclinado contra esa mesa, estaba a punto de romper con su pasado y destrozar su presente. Su popularidad y su éxito como restaurador se habían construido sobre una mentira miserable y atroz. Abrió los ojos y miró con melancolía las mesas vacías del restaurante después de un viernes trepidante de trabajo. Le dio mucha pena perderlo todo, pero empezó a escribir con pulso firme en el diario.
En Behobia, 35 años después…
No sé por qué quiero contarlo. Ni por qué ahora. Supongo que necesito sacar todo este pus de dentro. Esta pena honda que me pudre.
No quiero tachar nada de lo que escriba en este cuaderno. Lo que salga será lo que siento. Y de lo que me avergüenzo. Así que «pena honda» no es seguramente la mejor expresión. Debería decir la vileza que me pudre desde hace tiempo. Y la CULPA. Con mayúsculas. La CULPA por haber sido un canalla y seguir siendo un cobarde.
Ya está bien de callar.
Ya casi nadie recuerda a Imanol Azkarate, excepto la familia y los amigos que acuden a su homenaje en cada aniversario. Su hija…
Yo fui uno de los que le secuestraron hace 35 años.
Yo fui el encargado de meterle un tiro en aquel bosque húmedo y oscuro, cuando la Dirección nos comunicó que había problemas para cobrar el rescate.
También fui yo el que le habló, cocinó y entretuvo aquellas dos semanas angustiosas. El único del comando que tenía humanidad para charlar con él y jugar a las cartas durante largas horas, y el único con cojones para matarlo. Mi primer muerto. Mi último muerto. Para los periódicos, otro de los asesinatos sin resolver de la banda…
¡Así es como hay que llamarlo! Asesinato. Ni acción armada, ni ejecución, ni atentado, ni ekintza. Por su nombre: ASESINATO… Supongo que entonces eso me convierte, por fin, en lo que siempre he sido: un asesino
La mano de Josu se detuvo al acabar de redondear con el bolígrafo la última letra. Ni siquiera añadió el punto final. Perfeccionó esa o repasándola una y otra vez y luego fijó la mirada en la palabra que acababa de escribir: «asesino». Y volvió a cerrar los ojos, cansado de su silencio, de su impostura, profundamente triste, porque sentía en ese momento que llevaba toda la vida ocultándose de sí mismo. Escondiéndose de Josu. Del otro Josu, de aquel al que llamaban Poeta por su afición a leer. ¿De qué le sirvió tanta lectura? ¿Tanta filosofía y tanta novela? Matar es un acto mecánico. Una suspensión temporal de humanidad. Se deja de ser persona. En realidad, se deja de ser humano. Da igual la formación, los estudios, los valores. Cuando se hace, cuando se mata, se iguala en inhumanidad a otros asesinos. Pero cuando esa suspensión temporal finaliza, se vuelve al Yo. Al de antes. Y eso es lo que Josu, a diferencia de otros asesinos como él, no había sabido asimilar.
Poeta fue solo un alias, un sobrenombre, un nom de guerre, como le gustaba decir entonces con cierta arrogancia. En la Organización no había nombres ni apellidos. El alias era lo primero que te daban en el ritual de iniciación, en la primera cita. Una ceremonia rápida y furtiva en la que el aspirante pasaba a convertirse en miembro de esa comunidad de elegidos. Poseer un alias te permitía desdoblar tu personalidad. Ser el de siempre ante los de siempre, y el héroe arriesgado y entregado a la Causa para los partidarios de esa causa. Ser Josu para la familia y para los amigos de la cuadrilla, y Poeta para los compañeros de lucha. Una nueva y rutilante identidad clandestina.
En realidad, Poeta era solo un mote. Un simple mote para despistar a la policía y ganar tiempo en los interrogatorios sin identificar a otros. Josu lo sabe. Si es que algún día la tuvo, hace años que se despojó de cualquier épica revolucionaria. Incluso le fastidia encontrarse de vez en cuando por el restaurante con ciertos conocidos de aquella época, antiguos miembros de la Organización que van saliendo de las cárceles y que mantienen todavía, orgullosos, el alias de entonces, tratando de aferrarse a su pasado y conservar así una notoriedad o un reconocimiento del que ahora, acabada la lucha, perdidas la guerra y la esperanza, carecen.
Muchos de ellos, pensaba Josu, son solo títeres extraviados que añoran los tiempos en los que se alistaron como candidatos a mártires. Al menos, entonces se creían alguien. Y los suyos les hacían sentirse importantes. Ahora, muchos de ellos estaban sin trabajo. En una Euskadi que no era la que soñaron. Deambulando de bar en bar. Mendigando una cerveza o una sonrisa. Un trabajo. Una mirada, apenas, que los llevara a pensar que valió la pena. Josu lo tenía mucho más claro, porque hacía tiempo que había reconocido la sordidez de su pasado.
…un asesino. Eso es lo que soy. Un verdugo. Un eliminador de vidas.
Imanol Azkarate no merecía morir. Bueno, nadie merece morir. ¡Joder, tenía una hija de mi misma edad! Pobre Alasne. A veces viene a comer por aquí. Siempre sola. Y yo intento evitarla. Me meto en la cocina a echar una mano para no tener que sostenerle la mirada.
Le destrozamos la vida a ella también. No tuvo hijos, ni pareja…
Nunca se identificó al comando. Nunca nos descubrieron. Yo seguí haciendo mi vida habitual. Disimulando. Acudiendo a aquellas grandes manifestaciones del principio, tan multitudinarias, tan ilusionantes, con toda esa gente marchando junta. Allí yo sentía, rodeado de todos ellos, que tenía su aprobación para lo que había perpetrado.
Que me perdonaban por haber matado.
Que había hecho lo necesario por nuestro pueblo…
Vaya mierda todo.
Josu recordaba aquellas verbenas de verano. Las canciones en euskera cantadas a coro por decenas de personas. Los vasos de kalimotxo y los pintxos de txistorra. Ese momento de la tarde en el que sonaba la letra de aquella canción: «Voló, voló, Carrero voló…», y todos en la plaza lanzaban al aire sus jerséis, sus pañuelos, sus txapelas, lo que tuvieran a mano, celebrando la muerte. Se brindaba por un cadáver. Y lo hacían niños, mujeres, adolescentes, abuelos. Todos. Había un fervor inexplicable por aplaudir el asesinato de la mano derecha de Franco, aunque hiciera ya tiempo que España había abrazado la democracia.
Esa liturgia ceremonial en forma de prendas lanzadas al aire se convirtió, durante años y años, en una tradición irrenunciable de todas las fiestas patronales del País Vasco: «…y hasta el alero llegó…». El momento sublime de comunión identitaria. Todos los buenos vascos, los auténticos, los comprometidos, los que se guiñaban el ojo entre sí en señal inequívoca de que compartían las mismas metas y los mismos métodos, cantando abrazados. También participaban otros menos significados, más tibios, que no se dejaban ver por manifestaciones, pero se sentían a gusto en aquellas ceremonias tribales de las fiestas populares. Y esos vascos, con su presencia, prestaban una aceptación tácita a esos akelarres. Su clamoroso silencio otorgaba legitimidad al uso de esa fuerza imparable que emanaba del Pueblo. Que provenía de la mismísima alma de la Nación. Y Josu, lo recuerda bien ahora, disfrutaba de aquella sensación eufórica de pertenecer a algo muy bonito, a un movimiento de gente generosa que arriesgaba su vida por alumbrar un nuevo futuro para Euskadi.
Nunca me consideré un héroe, ni un gudari, ni alguien especial. Renuncié a la Organización después de aquello. Fue todo muy duro. Me superó. Pero también es cierto que durante años y años me sentí liberado de cualquier responsabilidad. Dispensado de tener remordimientos. De alguna manera, perdonado por los míos, que me eximían de cualquier reflejo de culpabilidad. En las guerras se mata, nos repetían, y hay muertos, y los Nuestros (esa palabra tan manoseada) también caen.
Así que había un empate moral. Mejor dicho, Nosotros gozábamos de cierta superioridad moral, porque éramos los buenos, los oprimidos por Ellos.
¡Ellos! ¡Nosotros! Qué expresiones tan asesinas y dañinas.
Ellos eran los eliminables. Los obstáculos para nuestra liberación nacional. Los prescindibles.
Así pensaba yo hace 35 años. No veía víctimas, sino objetivos. No hablaba de industriales o empresarios, sino de explotadores. Los robos a bancos eran expropiaciones y los secuestros, la forma de recuperar la justa plusvalía que esos explotadores debían reintegrar a la clase trabajadora vasca.
¡Qué fuerte que yo escriba esto ahora, dueño de un negocio de doce empleados! Pero, en fin, ese era Poeta. Un idealista, sí, pero también un iluminado. Alguien que cosificaba a los enemigos de su ideología para despojarlos de su humanidad. Si dejaban de ser personas, era más fácil sacrificarlos.
Así nos adiestraron. En el odio.
Josu Etxebeste hizo una pausa y salió a la terraza a respirar un poco de noche. Hacía mucho tiempo que no se había visto a sí mismo tan nervioso. Le temblaba la mano. Ahora se preguntaba cómo y dónde iba a esconder ese diario hasta que su plan se pusiera en marcha. Tenía que asegurarse de que nadie destruiría la prueba de su íntimo exorcismo, porque sabía que al menos su antiguo compañero de comando no iba a querer verse arrastrado por su confesión. El murmullo atronador de los grillos le sacó de sus cavilaciones. Una suave brisa peinaba las aguas mansas del Bidasoa difuminando el espejo en el que se reflejaban la luna y los árboles de la orilla. Un latigazo húmedo de frío le provocó un pequeño respingo y lo devolvió dentro de la sala para seguir escribiendo las fealdades de su alma.
Ni el Poeta de antes ni el Josu de ahora hemos podido olvidar el sonido de nuestros pasos en las hojas secas de aquel sendero. Engañamos a Imanol diciéndole que cambiábamos de zulo, que estaría más cómodo, que tendría más espacio y más luz. Mientras caminaba delante de mí le iba hablando de idioteces, de la buena temporada de la Real Sociedad o de la cena del día anterior que habíamos preparado en el pequeño hornillo de la cabaña donde le tuvimos.
Imanol callaba. O asentía tímidamente a mis intentos de disimular el rumor viscoso de lo que iba a ocurrir.
No he vuelto a estar cerca de la muerte, pero creo que cualquier asesinato genera, antes de ejecutarse, una especie de silencio espeso. Todo parece detenerse.
Como una elipsis en el tiempo que te regala un momento de duda.
Una última oportunidad de no hacerlo, de mandarle una orden a tu mano para que no saque la pistola del bolsillo.
Es un segundo. Solamente un segundo de vacilación.
Como si los ojos del mundo te observaran. Te juzgaran.
Te estuvieran diciendo que estás a punto de cruzar la línea que separa las personas que son capaces de asesinar de las que no. Las que sufrirán una penitencia que les mortificará toda su vida y las que nunca van a llevar ese peso.
Y yo, en ese momento, me condené…
Pude echarme para atrás.
Pude ser valiente. Enfrentarme a la Organización. Negarme. Nadie me obligaba a hacerlo, igual que nadie me obligó a ser militante. La decisión de matar fue solo mía.
Y la tomé allí, en ese sendero. Entre los hayedos de un bosque que de repente enmudeció y produjo un silencio turbador. Creo que todos sus habitantes, sus pájaros, sus topos, sus conejos, sus árboles, sus vientos, todos, sabían que iba a haber muerte.
Imanol también escuchó ese silencio repentino, pero no se dio la vuelta. Siguió andando como si hubiera comprendido su destino. Todavía no entiendo por qué no intentó salir corriendo, enfrentarse a mí, quitarme la pistola, no sé, convencerme de que no lo hiciera. ¡Habíamos jugado tantas veces a cartas en su cautiverio! Siempre me ganaba. Era muy bueno. A veces tenía la sensación de que era capaz de ver mi rostro a través de la máscara que me cubría. Siempre sabía, al darme los buenos días o las gracias por la comida, mi estado de ánimo.
«¡Andas triste hoy o qué! Venga, que pronto saldremos de aquí, ya lo verás», me solía decir para animarme.
Como si esa cárcel del pueblo nos tuviera raptados a los dos. Y en parte era así. Esa cárcel, ese Pueblo, nos tenía secuestrados. A él, para pagar por la Causa y seguir comprando armas para matar por esa Causa. Y a mí, porque habían embargado mis emociones. Porque ese Pueblo mágico y puro me permitía traspasar todos los límites éticos que habíamos aprendido en nuestros hogares, con nuestros padres, en las escuelas, con nuestros profesores, y que nos dotaban de humanidad.
La Causa robó mis inquietudes más honestas y puras y las puso al servicio ciego de sí misma.
Sin discusión.
Sin crítica.
Como un tótem sagrado al que no se podía fallar. Mucho menos cuestionar. Y un tótem, un dios, siempre te pide sacrificios para demostrar tu lealtad.
«Sacrificios humanos», exclamó Josu en alto mientras se levantaba para dirigirse a la barra del restaurante. Abrió el grifo de la cerveza y se sirvió una caña en silencio, perdido en sus propios recuerdos. Bien tirada. Dejando que el líquido reposara unos segundos antes de darle un último golpe al tirador. Le gustaba con un dedo de espuma. Así era como les había enseñado a servir a sus camareros. Un pequeño bigote blanco apareció sobre su labio superior tras el primer trago, largo y cadencioso. «Sacrificios humanos», volvió a decir en alto mientras regresaba a la mesa y dudaba si escribir esa expresión en el cuaderno.
¿Por qué Imanol no me miró a los ojos y me dijo «no lo hagas»?
¿Por qué no suplicó por su vida?
Solo se detuvo un momento para coger aire y seguramente para escuchar, él también, el silencio abrumador. Luego continuó andando. Los brazos caídos. Los pies crujiendo sobre la hojas ocres del suelo. El cuello y la cabeza ligeramente inclinados hacia delante.
Esperando el disparo, estoy seguro.
En 35 años no he dejado de preguntarme si su abatimiento era cansancio, incredulidad o simplemente dignidad. La que yo nunca he tenido. Supongo que cuando todo esto salga a la luz, su hija Alasne dejará de hablarme, es probable que me dé dos hostias y ya no vuelva más por el restaurante.
Si es que sigue abierto…
Josu Etxebeste llevaba treinta y cinco años de congojas y soledades apenas enterradas por esa decisión juvenil de lanzarse al vacío oscuro de quitar vidas. Nadie es igual que hace veinte o cuarenta años. Nadie es la misma persona. Pero hay una verdad inmutable que anida en todos. Algo que a muchos carcome por dentro. Esa verdad es la decisión que se toma en un determinado momento y que convierte al que la toma, para siempre, en esclavo de ese instante. Y para aquel joven Josu, ese instante fue el momento en el que apretó el gatillo.
Mi compañero de comando, los responsables que ordenaron el asesinato, los dirigentes de la Organización que lo decidieron… Somos muchos los que deberíamos hacer esto, pero estoy solo. Me siento solo.
Hace mucho tiempo que me aislé de ellos, que los repudié. Para algunos me convertí en un traidor; otros, sin embargo, me respetan porque reconocen que nunca hablé. Me temo que cuando sepan lo que pretendo hacer, unos y otros intentarán convencerme, persuadirme, o algo peor.
No busco venganza, pero las penitencias individuales son solo salidas en falso. Parches que ayudan a unas pocas víctimas. Mientras esa mortificación no sea unánime, de todos nosotros, y realmente de corazón, el resto de las víctimas no se sentirán aliviadas.
Mis antiguos camaradas son capaces de vivir con su conciencia. Yo no. La mía lleva años naufragando. No me siento mejor que ellos. Todos, en fin, somos culpables. Incluso el policía que me torturó y me descoyuntó. Ese cabronazo cruel que me rompió los huesos y disfrutó dejándome hecho un guiñapo también es capaz de convivir con su conciencia. Yo no.
Ojalá lo que voy a hacer sirva para algo.
Ojalá otros me acompañen…
Escribir le había dejado exhausto. Esos primeros apuntes sobre el pliegue más oculto de su vida eran parte de un proceso de expiación que llevaba tiempo madurando. No había vuelto a hacer daño a nadie, pero la maldad en cierto modo seguía agazapada en su interior, porque había permitido dejar un dolor suspendido durante demasiado tiempo. La hija de su víctima se merecía una respuesta. Esa mujer tenía derecho a cerrar su duelo poniendo nombres y caras a los que se lo provocaron.
Josu cerró la libreta negra y se puso unos guantes de látex. Cogió entonces los tres sobres de papel nacarado que tenía encima de la mesa con tres destinatarios y tres direcciones diferentes. Comprobó el contenido que había en cada uno de ellos, les puso unos sellos y los cerró con cuidado, utilizando una barra de pegamento de su oficina. Después salió del restaurante y condujo hasta Pamplona para introducirlos en un buzón cercano a la plaza del Castillo. Sin descansar, regresó de nuevo a Irún confiando en que las cartas llegaran todas a la vez pasado el fin de semana.
Purgatorio
Autor: Jon Sistiaga.
Editorial: Plaza & Janés, 2022.
Formato: tapa blanda (416 páginas, 19,85 euros), e-book (9,49 euros) y audilibro (17,99 euros).
A la venta el jueves 17 de marzo.
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