‘La tierra de la gran promesa’: Poco vuelo metafórico
La novela es el loable pero fallido intento de Juan Villoro de escribir la novela total del México de hoy
La tierra de la gran promesa toma su título de una famosa película de Andrzej Wajda, basada a su vez en una novela del escritor finisecular (y premio Nobel de 1924) W. S. Reymont. Esta, una de las grandes obras de la literatura polaca del tránsito entre el naturalismo y el modernismo, es en cierto sentido característica del afán de totalidad de la novela de aquellos años: a través de la historia de tres jóvenes “emprendedores” sin escrúpulos, que montan una gran fábrica textil en la ciudad industrial de Lodz, Reymont da la medida de la radical desigualdad de su tiempo. Pero también, en un sentido más universal, del componente fáustico y destructor de las sociedades industriales. Ahora, ¿es pertinente comparar el afán de totalidad de aquellos relatos (y de aquellos tiempos) con la nueva novela de Juan Villoro?
La película de Wajda es el punto de partida de esta narración: ardió en la Cineteca de Ciudad de México en 1982, cuando los protagonistas de la novela de Villoro viven aún sus sueños de juventud. Digamos que es precisamente este incendio, probablemente provocado, el que desencadena el motor narrativo de esta novela, y también el comienzo de la desilusión de sus protagonistas.
Ahora demos un salto temporal hasta el año 2014. El protagonista de esta novela, el documentalista mexicano Diego González, viaja a Barcelona para filmar una película sobre matemáticos. Lo ha contratado un “mefistofélico” productor, Jaume Bonet, procaz vestigio de la gauche divine catalana. Éste es quizá el proyecto menos ambicioso de González, un documentalista serio, arriesgado y solemne, conocido por su entrevista a un capo de la droga, El Vainillo, que condujo (voluntaria o involuntariamente) a su detención. A Barcelona se muda Diego con su joven esposa y su hijo recién nacido. Allí debate con Jaume sobre mujeres, sexo y amores traicionados. Allí sueña en voz alta sueños eróticos y culpables que su mujer (sonidista de profesión) graba y expone en sus momentos vulnerables, con terribles consecuencias. Y allí, en Barcelona, recibe la visita del periodista mexicano Adalberto Anaya (su enlace con el capo El Vainillo), un hombre resentido que muestra una nueva dimensión a la historia. ¿Ha huido Diego de México? ¿Es también él un corrupto, cómplice de una violencia endémica?
La tierra de la gran promesa podría haber sido un aceptable thriller, pero se disgrega en demasiadas direcciones sin que termine de cuajar ninguna. Por ejemplo, quiere convertirse en un ambicioso fresco del México reciente, de sus ideales traicionados y de la corrupción política. También en una radiografía de la crisis masculina de la mediana edad. Y quizá el principal límite de esta novela sea el propio personaje de Diego y su omnipresente perspectiva: las insistentes reflexiones sexuales de hombres maduros acompañados de bellas mujeres jóvenes, teñidas de un insoportable ensimismamiento masculino y del miedo a no cumplir en la cama. En este sentido, es especialmente significativo el verano que los protagonistas pasan en el Ampurdán: “Tienes unas tetas suculentas —le dijo Jaume con toda naturalidad—, mejores que las tetas de santa Ágata, que es hermosa pero tiene la desgracia de ser un postre”.
Una culpa persigue al protagonista de La tierra de la gran promesa, que se siente a la vez víctima y cómplice de la corrupción; pero esta culpa no termina de despegar de sus pequeños intereses como personaje. No se alza en una metáfora con suficiente alcance.
La tierra de la gran promesa
Literatura Random House, 2021
448 páginas. 19,90 euros
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