La fotografía como resurrección
Repaso con curiosidad los álbumes que mi madre conserva junto a los cuadernos de calificaciones escolares de sus hijos, paquetes de cartas nunca vueltas a leer y viejas revistas ilustradas con fotos de la boda de Rainiero y Grace
1. Imágenes
Repaso con curiosidad y un punto de miedo los álbumes de fotos familiares que mi madre conserva en un cajón de su secreter, junto a los cuadernos de calificaciones escolares de sus tres hijos, paquetes de cartas nunca vueltas a leer y viejas revistas ilustradas con fotos de la boda de Rainiero y Grace, o con las del riguroso luto velado de la viuda Kennedy. Desde la distancia, me veo de niño observando embelesado aquel no-trabajo minucioso al que mi padre se entregaba a última hora de los melancólicos domingos, iluminado tan solo por el haz de luz del flexo, mientras el resto de la habitación permanecía sumido en sombras y el silencio solo se veía interrumpido de vez en cuando por el traqueteo de los tranvías que bajaban de Sarrià. Las fotos, pegadas a la cartulina gris del álbum mediante pequeños triángulos adhesivos que mi padre colocaba parsimoniosamente en sus esquinas, constituían elementos fundamentales de una liturgia pensada para el futuro. Como dice Roland Barthes, y recoge Byung-Chul Han (BcH) en uno de los ensayos de su luminoso No-cosas (Taurus), la fotografía analógica (la única que el filósofo francés conoció) tiene algo que ver con la resurrección, porque libera para siempre a lo fotografiado de la muerte: quizás por eso pide ser guardada. Para BcH la fotografía digital no es novelesca, sino episódica, un rasgo que se acentúa aún más con las imágenes tomadas por el smartphone o con los selfis, que huyen del silencio, son chismosas y carecen de aura (y no lo pretenden). Por lo demás, últimamente también han llegado a las librerías dos textos importantes sobre los orígenes y desarrollos de la fotografía: los ensayos de Walter Benjamin incluidos en el pequeño pero sustancioso volumen (El Libro de Bolsillo, Alianza) La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica y otros ensayos sobre arte, técnica y masas (estudio introductorio de Jordi Maiso y José Antonio Zamora), y La memoria de la fotografía: historia, documento y ficción, de Víctor del Río (Cátedra), en el que se analiza nuestra relación cambiante y complementaria con ese “artefacto” que, desde el daguerrotipo hasta la fotografía de hoy, ha modificado “no sólo el curso de la historia del arte, sino también de la Historia en general”.
2. Distópico
Curioso lo que me ocurre con Ricardo Menéndez Salmón: sus novelas no acaban de gustarme del todo, pero las leo todas. El motivo de mi relativa desafección quizás resida, pero a contrario sensu, en eso que mi admirado Eloy Tizón expresa, cuando elogia a RMS, como “un escritor que no teme a las mayúsculas”. Para mi gusto, a RMS le gustan demasiado: no me refiero, claro, al tamaño de la letra, sino a la impostada trascendencia que concede a lo que se cuenta y a cómo cuenta lo que cuenta. Horda (Seix Barral), su última nouvelle (120 páginas, interlineado y cuerpo de letra generoso: en época de Conrad habría sido considerada un cuento), incide en ese interés distópico presente, de uno u otro modo, en toda su narrativa, aunque se haya manifestado más intensamente a partir de El Sistema (Seix Barral, 2016). En Horda, RMS construye una claustrofóbica parábola sobre el poder, su control sobre el lenguaje en una sociedad aparentemente perfecta y luminosa en la que imperan el bombardeo de imágenes (impulsadas por Magma, la entidad rectora) y el silencio obligatorio, controlado por aviesos niños-policía (porque, en el mundo anterior a Magma, “la palabra, al iluminar el mundo, advertía de la oscuridad en que transcurrían sus moradores”, y eso, igual que los libros, era fuente de trastorno e infelicidad). En la última novela de RMS, en la que el humor está tan ausente como es habitual en su obra (y por eso es difícil que el mensaje logre la eficacia que pretende), podemos rastrear, claro, influencias de Orwell, Zamiatin, Bradbury y otros grandes novelistas distópicos, además de una imaginería y algunos motivos deudores de películas como El pueblo de los malditos (John Carpenter, 1995) y otras (algunas basadas en relatos o novelas de Stephen King, a quien siempre le han gustado los niños malos). Seguiré leyéndole, es como un vicio que tengo.
3. Otra vez
No sé si a la enésima irá la vencida. Leo que Silvia Sesé y Sandra Ollo, respectivas editoras de Anagrama y El Acantilado, presentan la coedición de tres novelas de Simenon: dos de las “serias” (la estupenda Tres habitaciones en Manhattan y El fondo de la botella) y una protagonizada por Maigret (Maigret duda). Tanto el enorme comisario de la pipa como su autor no han tenido demasiada suerte con sus editores españoles. Como entusiasta lector de su casi infinita obra (a su lado, Lenin parece ágrafo), colecciono ejemplares de (casi) todos los intentos de editarlo en español, que se remontan a los años treinta. Extrapolando al universo-mundo la cantidad de veces que las novelas de Maigret han sido publicadas en España, no me extraña nada que se hayan vendido en todo el planeta más de 500 millones de ejemplares. A bote pronto, en nuestro país lo han publicado solo en castellano sellos como Luis de Caralt, Molino, Planeta, Bruguera, RBA, Argos Vergara, Aymá, Ediciones B, Orbis, Plaza y Janés, entre muchos otros, además de figurar en muchos “lanzamientos” de libros de quiosco y como atrapalectores con diversos periódicos (EL PAÍS, Abc, La Vanguardia, entre otros). Los últimos intentos han sido los de Tusquets (todavía recuerdo cuando sus propietarios prometieron, en 1993, “publicar por primera vez en español la obra completa de Simenon en 214 volúmenes”) y El Acantilado (mi añorado Vallcorba se comprometió a hacerse cargo de la “publicación de toda la obra de Simenon”). A ver si ahora con menos ambiciones y mejores traducciones, Anagrama y Acantilado consiguen editarlo con más rigor.
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