Una partida de dados con el mar
En el Museo Canario, en Las Palmas, uno no puede dejar de pensar que en estas “afortunadas” islas tuvo lugar la más brutal limpieza étnica de los conquistadores
1. Viaje
Afirma Juan Cruz en su libro que prefiero y más me creo (Viaje a las islas Canarias, El País/Aguilar, 2012): “Por primera vez percibí ese carácter metafórico que tiene el aire [en Tafira, Canarias], como si fuera una bocanada fresca y seca que sirve para dormir, para respirar, que sirve también para amar y por tanto para quedarse”. Tiene razón: ese aire limpísimo y “metafórico” se respira especialmente a lo largo de toda la tortuosa carretera (un trayecto endiablado por el que no conviene guiar con el estómago lleno) que conduce hasta Tafira y, luego, tras dejar atrás Santa Brígida y la Vega de San Mateo, a Teror y Arucas. Fui a Tafira —un hermoso pueblo encaramado al que los altísimos eucaliptos que parecen flechar un cielo azul como de pintura abstracta de Lola Massieu confieren cierta melancolía atlántica— porque me enteré de que acá pasaron buena parte de su infancia y adolescencia María Asunción y Federico, que con el tiempo serían mi madre y mi tío, y ahora viven en la Península. No pretendía tanto buscar lo que pomposamente llamaría “mis orígenes” cuanto enterarme de por qué los había estado rehuyendo durante tantos años (algo que, probablemente, sea materia de psicoanálisis). Que Juan Cruz, un tinerfeño militante (y, para muchos, el canario oficioso del mundo de la comunicación peninsular), dedique el último capítulo de su travelogue isleño a Gran Canaria, trufando su relato de versos de Manuel Padorno (1933-2002), uno de los más grandes y originales poetas canarios (a menudo ignorado por los antólogos peninsulares), me tranquilizó sobremanera: desde que Fernando León y Castillo (1842-1918) insistiera en la división de las islas en dos provincias para impedir la fagocitación política por parte de Tenerife, existe cierto recelo ante la versión que del archipiélago puedan dar los tinerfeños, algo que en el caso de Cruz está felizmente sorteado. En todo caso, y para evitar una lectura excesivamente complaciente y tentadora de los mitos fundacionales comunes a todas las islas (como los analiza Rosa Falcón en su estupendo Robinson y la isla infinita, FCE), conviene darse también una vuelta por el Museo Canario, en Las Palmas: observando los vestigios de una cultura perdida, uno no puede dejar de pensar que en estas “afortunadas” islas tuvo lugar, en poco más de siglo y medio, la más brutal y completa limpieza étnica a que los conquistadores hayan sometido jamás a un pueblo indígena. Por lo demás, de regreso a Las Canteras, ensimismado por los azules cambiantes y la hospitalidad de la siempre acogedora calidez de la infinita arena, busco aquellos versos de la partida de dados que Padorno jugó con el mar (Para mayor gloria, Pre-Textos, 1997): “Bato los dados en mi mano, soplo / entre mis dedos, me deseo suerte, / que salgan soleados, sin un número, / sin fecha alguna blancos, en el limpio. / Entonces los arrojo”.
2. Raro
Qué raro me resulta lo de Ciudad en llamas, la última novela de Don Winslow. Resulta que en julio me enviaron de la filial española de HarperCollins unas flamantes “galeradas sin corregir” en las que se advertía que el libro llegaría a las librerías el 21 de septiembre. Aunque faltaba mucho tiempo, reconozco que, considerando a Winslow el mejor autor de thrillers de ahora mismo, no pude resistirme a devorármelo en dos sentadas. Más tarde, el 9 de agosto, recibí un correo comunicándome que de lo dicho, nada, que la publicación se aplazaba sine die. Y hasta la fecha. Veo en Amazon estadounidense que la novela está ahora programada para el ¡22 de abril de 2022! Como no sé si para entonces recordaré del libro mucho más que el extraordinario placer con que lo he leído, me decido a recomendárselo desde ahora mismo. Después de un esfuerzo tan ingente como el que realizó Winslow para su trilogía de El cártel —y sobre todo, para La frontera (2019; Harper Bolsillo), la obra maestra con que la cerraba—, era de esperar que su nueva novela no alcanzara la perfección. Pero Winslow vuelve a dar el campanazo con su historia de facciones rivales de bandas mafiosas (irlandeses, italianos) en los muelles de Rhode Island (donde nació Winslow), en los que la presencia de una especie de Helena de Troya desencadena la de Dios es Cristo: una novela de lealtad y traición, de crimen y venganza, de héroes trágicos que intentan escapar de la violencia y de destinos (sociales, familiares) que se lo impiden. Ciudad en llamas no llega a ser una obra maestra como La frontera, pero no le falta mucho. Cuando la empiecen no podrán dejarla hasta que la terminen.
3. Mileniales
Dónde estás, mundo bello (Literatura Random House), de la irlandesa Sally Rooney, refleja a su modo abigarrado el desconcierto, las ansiedades y las preocupaciones de la generación milenial, la primera que llega a la madurez en el siglo que se abrió bajo el signo de lo que Enzo Traverso llama el “eclipse de las utopías”. Se trata de una novela semiepistolar cuya informe estructura refleja el desconcierto vital y moral de sus dos personajes principales, dos amigas separadas que se comunican por medio de correos electrónicos (algunos tan largos que resultan inverosímiles) en los que se trata de todo, desde el cambio climático hasta el sentido de la belleza: Alice, una novelista de relativo éxito, y Eileen, editora de una revista literaria dublinesa. Los otros dos personajes son Felix, un empleado de almacén (con el que liga Alice), y Simon, un chico al que Eileen conoce desde niños. En esta novela tan realista “no pasa nada”, nada “novelesco”, me refiero, pero sí se reflejan cuestiones de sexo, género y clase que afectan y determinan a la generación milenial. Y eso la hace importante.
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