El animal moribundo
Publicado en edición bilingüe, el libro póstumo de Joan Margarit vuelve a indagar en los grandes temas del autor, del desamparo a la memoria personal y colectiva
El poema que da título al último libro de Joan Margarit aparece encabezado por unos versos de Yeats (“Ni temor ni esperanza asisten / a un animal moribundo”), de los que también se valdría Philip Roth para bautizar una de sus novelas de senectud. No obstante, pese a su asumida naturaleza epilogal, Animal de bosque nos presenta a un individuo “misteriosamente feliz”. En efecto, resultan admirables la serenidad expresiva y la altivez estoica con las que un veterano de derrotas vitales afronta la prospección de la propia muerte. El autor que hace 20 años entonó un estremecedor réquiem por su hija Joana nos habla aquí sin tapujos de la enfermedad (“Debilitado / por una quimio que no me ha podido / curar este linfoma”), pero sortea hábilmente la tentación del patetismo autocompasivo. Y es que el balance de Animal de bosque está recorrido por una soterrada celebración de la existencia, en la que se dan cita conquistas momentáneas y cicatrices duraderas. Podríamos referirnos a la tersura biográfica y a la confidencia emotiva que transmiten los textos de Margarit echando mano de los variopintos pactos de lectura que postulan los teóricos de la autobiografía, o de las distintas modalidades autoficcionales que tratan de deslindar a la persona del personaje. Sin embargo, ante la desnudez esencial de esta poesía, da la impresión de que recurrir a ese arsenal crítico equivaldría a profanar un santuario. Más allá de la pudorosa técnica del correlato (véase la dedicatoria inicial: “A Mariona Ribalta, la Raquel de toda mi obra”), todos los indicios nos autorizan a identificar al enunciador con el sujeto que asiste al desfile de la memoria y que apura el tiempo que le queda sobrellevando la añoranza. En consecuencia, el memento mori se encuentra filtrado a través de los motivos predilectos de Margarit: la atención al paisaje, los puentes entre la memoria personal y la memoria colectiva, la intemperie sentimental o la cultura como lenitivo ante la crudeza de la realidad.
Por lo que respecta al paisaje, Animal de bosque alterna los interiores ascéticos con esporádicas salidas al exterior. De lo primero dan prueba ‘La escalera’, donde unos pocos peldaños metaforizan el tiempo transcurrido entre la zancada juvenil y los pies que se arrastran, o ‘La casa’, que revindica la solidaridad recíproca entre el edificio y sus moradores: “Cada uno es su casa. La que fue construyéndose. / Que, al final, se vacía”. Ejemplos de lo segundo son los paseos por los pueblos perdidos en el mapa de carreteras del recuerdo o el regreso a los lugares amados que ahora se erigen en mausoleos de una época feliz, ya sean el París de los sesenta o las cafeterías de “la Barcelona aquella / donde vivimos los primeros años”. Por su parte, la memoria está ligada a las experiencias de la infancia y la primera juventud, según ilustran rótulos tan elocuentes como ‘Desde la pobreza’ o ‘Profundidades de la miseria’. Con todo, la inmersión en las cloacas del franquismo tiene algunos puntos de fuga: las canciones escuchadas en la radio, que configuran una suerte de memoria a la vez auditiva y sentimental, no muy lejos de Vázquez Montalbán. En ocasiones las grietas del pasado también se proyectan en las incertidumbres del presente: así se advierte en el rechazo de las efusiones nacionalistas (“Una vieja aversión hacia las patrias, / la de los otros y también la mía”) o en la prevención contra quienes agitan el fantasma del guerracivilismo.
Esta dimensión histórica funciona como telón de fondo de un puñado de piezas intrahistóricas capaces de cortarnos la respiración, pues en ellas el patrimonio amoroso es indisoluble del “dolorido sentir”: “Tú y la poesía, / desde hace veinte años, es todo cuanto tengo”. En esta línea destaca ‘Mujer callada’, que muestra dos formas opuestas de habitar el vacío que ha dejado la hija: los prolongados silencios de la mujer y las palabras tras las que el yo intenta parapetarse. La aspereza y la ternura se conjugan en el amargo consuelo que expone la interlocutora, transcrito en estilo directo: “No debes llorar más, / tan viejos no podríamos cuidarla”. El principal antídoto contra la melancolía reside en una cultura interiorizada que se centra sobre todo en la pintura y la música. Por un lado, Margarit evoca los retratos humanos albergados en su museo mental, dibuja un cuadro de Friedrich con unas pinceladas verbales o elabora un homenaje ecfrástico a Van Gogh en el que se resalta el interés por el mundo concreto que revelan los cuadros del loco del pelo rojo. Por otro lado, las partituras de Bach, Schubert o Beethoven son los únicos acordes de belleza susceptibles de contrarrestar el desamparo final.
Las composiciones de Margarit desembocan frecuentemente en un corolario metapoético que defiende la concepción de la lírica como una enseñanza compartida con los lectores. Este planteamiento cristaliza en la imagen de la escritura como llave maestra (“Siempre necesitamos / poder abrir alguna puerta”) o como ejercicio de autoconocimiento: “Porque la poesía es, para quien la escribe, / aprender a escribirse a sí mismo. / Y para quien la lee, aprender a leerse”. Frente a la desmayada languidez de otros libros testamentarios, Animal de bosque es el poderoso aldabonazo vital —más rotundo y rugoso en catalán, más melódico y trabado en la versión castellana— de un autor que aspiró a la vocación de “humilde / poeta presocrático” y alcanzó la condición de clásico contemporáneo.
Animal de bosque
Autor: Joan Margarit.
Editorial: Edición bilingüe. Visor, 2021.
Formato: 195 páginas. 22 euros.
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