Que venga Dios y los lea
El “viaje de mi vida” fue el que emprendí a mediados de los noventa siguiendo, por carretera (y, brevemente, en barco), el curso bajo del Misisipi, desde Nueva Orleans (Luisiana) hasta muy cerca de Memphis (Tennessee)
1. Rodajes
Compruebo con desazón deprimente y bigarda que entre las recomendaciones de libros para el verano que en las últimas semanas han aparecido en los suplementos literarios —otra especie en peligro de extinción, ¿o son los lectores informados los que lo están?— predominan las novedades más novedosas; es decir, aquellas que han llegado a las librerías casi al mismo tiempo que las propias recomendaciones. Ya sabemos que la aceleración de los tiempos imprime una desenfrenada celeridad a los productos culturales, y especialmente a los libros, cuya velocidad de rotación en las librerías ha llegado a extremos fulminantes (sobre todo para los que se venden menos), pero resulta lamentable el olvido en esas listas de libros que merecen un respeto. Por poner un ejemplo: diversas circunstancias me impidieron en su momento enfrentarme con la tranquilidad deseada a Rodaje (Anagrama), la última novela de Manuel Gutiérrez Aragón (MGA). Luego, lo urgente de las novedades (y su avalancha) acabó por desplazar a lo que no lo era tanto (se publicó en febrero: casi un siglo para un libro). Tuvo en su momento reseñas positivas, pero quizás perdidas entre el aluvión previo a Sant Jordi. En todo caso, el retraso ha tenido sus ventajas, si no para el libro, sí para este lector. MGA sitúa la acción de su historia en el Madrid fugaz y de atmósfera imprecisa (pero bien documentado y con ambientes reconocibles) de 1963, el año de la “caída” doblemente chapucera y posterior “ajusticiamiento” fascista de Julián Grimau, y del rodaje de El verdugo, de Berlanga. En varias ocasiones le he oído explicar a su autor que un rodaje es siempre un caos. Y como un caos (pero lúcidamente desplegado) es también esta novela a la vez satírica, disparatada, triste y divertida, construida con un punto de culposa nostalgia autobiográfica, en la que abundan los juegos metaliterarios y en la que aparecen personajes y motivos muy de su tiempo, como el torturante comisario Conesa (el mentor de Billy el Niño, un hombre todo ternura), o la rivalidad infantil entre los cineastas Berlanga y Bardem. MGA es particularmente eficaz recreando atmósferas, como la del cine Carretas, un templo entonces de “pajilleros” y “sodomitas” (como los llamaba el comisario Mauricio Carlavilla —alias Mauricio Karl—), cuyas oscuridades laberínticas y muy visuales me traían a la memoria, mutatis mutandis, ciertas escenas oníricas de las películas de David Lynch. En fin, que, si no la hubiera leído, la metería en la maleta para las vacaciones.
2. Misisipi
Ya he contado en alguna ocasión que, hasta la fecha, el “viaje de mi vida” fue el que emprendí a mediados de los noventa siguiendo, por carretera (y, brevemente, en barco), el curso bajo del Misisipi, desde Nueva Orleans (Luisiana) hasta muy cerca de Memphis (Tennessee). El propósito del viaje era visitar New Albany y Oxford, escenarios en los que William Faulkner nació, creció y utilizó en sus novelas. Una de las cosas que me llamaron la atención en aquella época —antes de que se celebrara el centenario del autor— es el abismal desconocimiento que sus propios paisanos tenían de la vida y la obra de uno de sus hijos más ilustres. Regresé del viaje con unas hojas de magnolio, obtenidas en el jardín de Rowan Oak, la residencia del autor, que entregué como regalo fetichista a algunos de mis amigos más faulknerianos (quizás Muñoz Molina o Marías aún conserven las suyas, ahora presumiblemente ajadas). He recordado mi pequeña aventura por el “gran viejo río” mientras leía, encantado, La vida en el Misisipi, de Mark Twain, que acaba de publicar Reino de Cordelia (traducción de Susana Carral) y con estupendas ilustraciones procedentes de las primeras ediciones del libro. A pesar de lo que aseguran los paratextos, estas estupendas memorias de juventud del gran autor de Misuri no son una novela, lo que no impide que sean mucho más adictivas que muchas, especialmente para los lectores que recuerden con cariño Las aventuras de Huckleberry Finn (1884), uno de los pocos libros que entran en todas las listas de “la Gran Novela Americana”. Una delicia.
3. Libertad
Escuchando las palabras del señor Iceta en su toma de posesión como ministro de Cultura y Deporte, no pude por menos de acordarme de aquel consejo mesiánico que recoge Mateo (10, 16-23): “Sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas”. Porque qué listo es el tipo y de qué fácil manera consiguió la casi unánime aquiescencia en los medios proclives a perdonarle todo al Gobierno, sobre todo después del inane paso de Rodríguez Uribes, cuyos (escasos) logros en el sector del libro se debieron casi exclusivamente a la profesionalidad de María José Gálvez, encargada de esos asuntos en el organigrama ministerial. Decir que la “libertad es una librería” es un hábil truismo capaz de encandilar, como guiño de ojo, a casi todos los implicados en este negocio duro, maravilloso y otra vez duro. Ahora solo falta implementarlo, ayudar a las librerías, ser menos timoratos a la hora de ampliar y salvaguardar la propiedad intelectual, crear estadísticas (las de hábitos de lectura, por ejemplo) más fiables que autocomplacientes, escuchar a todos los eslabones de la cadena del libro, desde el autor (incluyendo a los traductores, tan baqueteados) hasta el librero; incluso, como promete el nuevo titular, federalizar (sin el prefijo “con”) la cultura en este país plurilingüe y rarito. La librería es la libertad —o al menos uno de sus avatares más hermosos—, pero no se le puede predicar ni siquiera como consigna a quien mantiene su negocio en precario. Suerte, señor Iceta, y atentos también a los humildes del sector, porque, si no, tendremos que recordarle uno de sus haikús favoritos: “Igual que hacen los osos, / se sirven del manantial / los millonarios” (de Masaoka Shiki (1867-1902). De nada.
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