Transubstanciación de un cuadro
Carlos Marquerie traduce escénicamente la atmósfera y el dolor de los personajes de la obra maestra del pintor flamenco Rogier van der Weyden a través de un poemario de Ada Salas y de la música de Niño de Elche
Un camino de ida y vuelta. El Teatro de La Abadía, que fuera iglesia, acoge un ritual escénico profano atravesado por un venero de referencias profundamente católico. Carlos Marquerie, artífice de Descendimiento junto a Niño de Elche, ha transubstanciado parte del poemario homónimo de Ada Salas, inspirado a su vez en un óleo en el que el pintor flamenco Rogier van der Weyden recrea el descendimiento de la cruz e invita a identificarse con el dolor de María ante la muerte de Cristo.
Para abrigar el rito, Marquerie ha transformado La Abadía. Ahora, el público de la primera fila está a la misma altura que los oficiantes, sentado en torno al escenario circular, bajo la cúpula. Al entrar aquí, se siente uno como al arribar a un espectáculo de alguna de aquellas compañías italianas cuyos integrantes hicieron del teatro un credo, influidos por Grotowski, que pasó en Pontedera sus últimos años.
El prólogo de Descendimiento traduce gráficamente y hasta con un pellizco humorístico el leitmotiv del poemario, y preludia un segundo descenso, muy bello, que evoca el del rito anual del Cristo de los Gascones, dramatizado en su día por Ana Zamora en este mismo teatro. En la segunda parte del montaje, director e intérpretes crean una atmósfera de una intensidad equivalente a la que reina en el óleo sobre tabla en el que está inspirado, pero en el primer acto hay momentos desangelados y otros en los cuales, al menos en la función previa al estreno a la que asistí, buena parte de los espectadores se vieron obligados a taparse los oídos por la amplificación extremada de unos fragmentos musicales extensos emitidos en una frecuencia equivalente a la del chirrido del frenado de un convoy de metro.
Todo se perdona ante la belleza estática de algunas de las escenas posteriores y la pericia del Niño de Elche, capaz de entreverar la saeta con el canto difónico mogol. Es hermosa el aria que canta en falsete y su imitación mimética de los movimientos mecánicos de los títeres que manipula Marquerie. El trabajo físico de Lola Jiménez es volcánico, sin erupción. Emilio Tomé tasa con exactitud cada palabra, cada acto. Se palpa demasiado el esfuerzo que Fernanda Orazi hace para intentar vibrar en la longitud de onda del espectáculo. La flautista Clara Gallardo y el clarinetista Joaquín Sánchez, comodines, vuelan ligero.
Descendimiento. Texto: Ada Salas. Dirección: Carlos Marquerie. Teatro de La Abadía. Madrid. Hasta el 25 de abril.
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