El futuro es una bruja deprimida
Simon Hanselmann lleva más de una década dando forma a la más transgresora historieta del momento: ‘Megg, Mogg y Búho’, el reverso dibujado de una ‘sitcom’
Como Hannah Gadsby —la stand-upper creadora de Nanette, monólogo elevado a pieza artística con aspecto de montaña rusa—, Simon Hanselmann nació en Tasmania, esa isla en la que según Gadsby todo lo que importa tiene que ver con las patatas, y con no acabar de creerse que pueda existir alguien que no sea exactamente como el resto. Tal vez por eso, cuando Hanselmann decidió que crearía su propia sitcom —nunca pensó en las desventuras piscotrópicas y depresivas de Megg, Mogg y Búho como en una sitcom, pero acabaron pareciendo el reverso dibujado de una de ellas—, hizo que un puñado de animales la protagonizasen. Como en esas fábulas en las que lo diferente es demasiado torpemente humano precisamente por no serlo. Toneladas de un underground único y tan salvajemente incorrecto como lo fue en su momento aquel que rodeó al instantáneamente mainstream Robert Crumb, un pasado oscurísimo y un nihilismo entre gótico y grunge —Hanselmann nació en 1982 y fue adolescente en la época del definitivo no future— hicieron el resto. Bueno, todo eso y la magia negra de un tumblr.
Megg es una bruja, o tal vez tan solo la parece. Lleva su sombrero acabado en punta, acostumbra a vestir de negro, tiene un gato. También bebe todo el tiempo, consume todo tipo de sustancias, está siempre colocada y nada le importa demasiado, ni llamarse a sí misma pedófila para reírse del acomodador de un teatro en el que actúan unos críos, ni acostarse con su gato (Mogg) ni, por qué no, dejar que Werewolf Jones le regale a su amigo Búho una violación en grupo. La vida de Megg, Mogg y Búho —y por extensión, de Werewolf Jones y el brujo Mike— es un desastre sin fin, pero uno en el que ninguno tira la toalla, porque la vida también puede consistir en tomar una y otra vez el desvío incorrecto y no poder evitar pensar que es el único que podías tomar porque ¿acaso puedes tomar algún otro? “O, como dijo Eleanor Davis, lo único que intento es transformar lo que he sentido en algo que permita que el lector sienta lo mismo. En mi caso son momentos jodidos, y de alguna forma dibujarlos se convierte en una catarsis que lo cura todo”. El que habla es Hanselmann. Le contó eso a un periodista de Sequential State no hace demasiado.
No se ha visto a Hanselmann vestido de otra manera que como vestiría la propia Megg. Es decir, de negro y con sombrero de bruja. Lleva siempre una peluca pelirroja de larguísima melena para no salir del personaje. Cuando era niño, Hanselmann jugaba a ser Jim Henson. Tenía un pequeño teatro de marionetas y creaba representaciones para ellas. También hacía vídeos en stop motion. Primero escribía los textos, luego los representaba. Le encantaba. Y le sigue encantando. Lo que más disfruta, dice, es escribir. Para él, Megg, Mogg, Búho y el resto son como las marionetas con las que jugaba de niño, solo que ahora las dibuja. Le gusta contar historias cortas —desde 2014 tiene una tira semanal de esa peculiar y muy disfuncional familia de amigos en Vice—, aunque envidió tanto a Daniel Clowes cuando publicó Paciencia que no pudo evitar lanzarse a crear algo más ambiciosamente enorme. Lo tituló Mal camino y en español lo publicó, como el resto de su extravagantemente punk obra, Fulgencio Pimentel. Pero todo empezó aquí con el reeditado hace nada Hechizo total.
Podría decirse que una delgada y curiosa línea une el futuro inmundamente imperfecto de Hanselmann con el iluso presente evasivo de Campamento mágico, la serie que escribe y anima Julia Pott —dirigida a niños y no tan niños—, y el aún trepidante aunque ya lisérgico universo de Hora de aventuras, de Pendleton Ward, todo un clásico ya de este siglo XXI tan transgresor en lo animado. Es la idea de subvertir la fábula de animales con la que crecieron, ya poderosamente manipulada entonces por Walt Disney, descomponiéndola y volviéndola a componer en el presente mundo sin reglas ni modos preestablecidos. Así, Pott juega a una amplitud de matices inteligentísima y a la vez deseosamente naïf —todo en el Campamento mágico habla, hasta los pijamas, y los profesores son monstruos estúpidos y nada sería lo que parece si no fuera por las brujas, que son a la vez buenas y malas, y únicas, como el resto de personajes—; Pendleton, a la aventura sin límites ni tamaños ni formas —y sobre todo, sin categorías predefinidas ni ningún tipo de mando o autoridad, porque todo vale mientras sea divertido—, y Hanselmann destruye hasta la última ilusión de cualquier encantador tópico antropomórfico que haya existido jamás.
Y el resultado de este último son brochazos de un siglo XXI en el que todo apesta porque la precariedad está por todas partes, y también la falta de ambición —¿quién puede ser ambicioso cuando está claro que no hay futuro?—, el desempleo, la pobreza, las drogas y el sexo como divertimento y a veces también como arma arrojadiza, y en el que lo que se siente, se siente lejos, porque nada te afecta lo suficiente cuando no tienes ni esperas nada. Que el personaje que canalice todo eso sea una bruja no cae tampoco en saco roto. Si toda ficción sobre brujas ha sido siempre una buena manera de medir el grado de liberación de la mujer, en este caso ocurre el milagro de que el sexo deje de importar y lo que golpee sea la destrucción de un personaje arquetípico relacionado de una forma u otra con la creación de un mundo propio al margen del mundo. Así, Megg puede ser vista como el epítome de la libertad destruida, porque ¿acaso ha existido antes una bruja deprimida? ¿Alguien que, pudiéndolo todo, lo aborrezca todo? No, porque nada ha sido como esperábamos, y si Pott cree que puede ser mejor y Pendleton más divertido, está claro que para Hanselmann solo puede empeorar.
Aunque admita que ya no está deprimido, lo cierto es que cuando puso en marcha el tumblr en el que nacieron Megg y Mogg —Girl Mountain, allá por 2012, aunque la primera vez que dibujó a la bruja fuese en 2008— lo estaba, y mucho. Hanselmann creció en la localidad con mayor índice de criminalidad de toda Australia. Su padre era motero y solía estar lejos de casa, y su madre era una adicta a la heroína que robaba para consumir y para comer. En cuanto pudo, esto es, cuando cumplió los 19, se largó. Pero el caso es que, desde que tiene uso de razón, Hanselmann se recuerda deprimido. De adolescente combinaba la terapia con un elevadísimo consumo de alcohol y drogas. Ya dibujaba por entonces. Pero no ha sido hasta hace poco cuando lo que dibuja ha empezado a ser suficiente. “Puedo decir que soy feliz ahora mismo, he dejado la terapia, tengo amigos, gente a la que quiero, y tengo a Megg y a Moog y me he convertido en una especie de marca, cuando todo lo que creo seguir haciendo son los fanzines que hacía con ocho años”, le contaba a ese mismo periodista de Sequential State. Cree que aún hay esperanza para Megg, como la habido para él, aunque no puede decir lo mismo del resto.
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