No es Holden Caulfield, es Hal Incandenza
En la deliciosa y muy ‘pynchoniana’ ‘Skippy muere’, Paul Murray apuesta, como David Foster Wallace, por el perdedor que no sabe que ha perdido, una figura narcótica propia de un siglo XXI en el que ni siquiera el antihéroe quiere serlo
El Anderson Valley Advertiser es un pequeño tabloide, un semanario local discretísimo, de una también discreta comunidad californiana llamada Anderson Valley. Fundado en 1955 por un tipo llamado Bruce Anderson, el minúsculo y hasta cierto punto ridículo Anderson Valley Advertiser habría pasado desaparecibido para el mundo de lo literario posmoderno si no fuera porque en la década de los 80 recibió un puñado de misivas satíricas de lo más sospechosas. Las firmaba una tal Wanda Tinasky, una supuesta anciana de la zona, cuya prosa, elocuentemente barroca y desopilante, recordaba y no solo vagamente a la del escurridizo Thomas Pynchon.
Hay un estudio al respecto, y es uno que se ha tomado tan en serio el asunto que ha detectado a infinidad de escritores detrás de las cartas de la supuesta Wanda. Pero sin duda uno de ellos parece ser Thomas Pynchon. En ellas, el autor de El arcoíris de la gravedad habla incluso del tiempo que pasó trabajando para Boeing. El gesto, absurdo y subversivamente genial, podría considerarse análogo al momento que Paul Murray (Dublín, 45 años) señala como clave y central en su obra —casi un espejo en el que mirarse como autor— en el que uno de los muchísimos personajes de Contraluz tiene una especie de epifanía en un autobús y grita: “¡Eso es! ¡No hay nada más!”.
El personaje se refiere a que el mundo consiste en ese instante en el autobús en el que viaja y la calle por la que circula. Lo trascendental no existe más allá de lo cotidiano, y he aquí que lo cotidiano para Daniel Skippy Juster, el protagonista de la absolutamente pynchoniana Skippy muere (Pálido Fuego), suerte de novela de campus sin campus pero con desalmado y nerd internado católico para chicos aún no universitarios, es tomar demasiadas pastillas —está deprimido, es demasiado ingenuo, es una adorable peonza sin demasiados amigos que ama a una chica inalcanzable que le utiliza para magrearse con un violento cabeza hueca—, nadar y sobrevivir a las llamadas de su padre.
Su padre está en alguna otra parte, demasiado ocupado para ni siquiera ir a verle. Lo que ocupa a su padre es lo que atormenta a Skippy, pero Skippy no dice ni una palabra. Su mejor amigo y compañero de cuarto es un empollón gordinflón convencido de que puede hacer viajar cosas en el tiempo. Se llama Ruprecht. Ruprecht y él están juntos, en la primera página de la novela, en un lugar llamado Ed’s. Parecen estar haciendo una carrera de comer donuts, aunque en realidad el único que está comiendo es Ruprecht. Skippy está desplomándose. Porque Skippy ha hecho algo que no debería y ahora está muerto. Antes de morir, garabatea en el suelo con sirope de frambuesa sus últimas palabras.
Y sus últimas palabras son: “DILE A LORI”. Lori es la chica en cuestión. Pero ¿ha tenido Lori algo que ver con la muerte de Skippy? ¿Por qué ha muerto Skippy? Si Bret Easton Ellis se enamoró de la novela hasta el punto de hacerla volver a los estantes dos años después de que se publicara —su publicación original data de hace una década, aunque en España es sin duda uno de los mejores libros de este 2020— es porque el proceso de destrucción por aplastamiento, el aplastamiento de un mundo que para nada te tiene en cuenta, debió recordarle tantísimo a sus propios personajes, los personajes de Menos que cero y, sobre todo, de Las reglas del juego, que no pudo no enamorarse de ella.
El abandono a su suerte de un sensible y desprotegido, iluso e infantil campeón de natación de 14 años en una perversa comunidad católica aislada —y el católico debe subrayarse aquí por promover una moral que al menos un profesor en la escuela no practica—, en la que cada día se presenta como una batalla en la que puedes perderlo todo y en la que inevitablemente Skippy va perdiéndose poco a poco sin que a nadie le importe lo más mínimo, tiene algo de la fatalidad de David Foster Wallace. En realidad, Skippy podría verse como una suerte de Hal Incandenza, el genio maldito de La broma infinita, sólo que en una versión más despreocupadamente irish, esto es, con parte del espíritu del desconcierto de los clásicos absurdos de Flann O’Brien.
Como Wallace, Murray solo juguetea con perder de vista la realidad, sin perderla en absoluto. Y dibuja, tan bien como aquel, al perdedor que ni siquiera sabe que ha perdido, una figura narcótica propia de un siglo XXI en el que ni siquiera el antihéroe quiere serlo. Porque si Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, se jactaba de su desencaje, a Skippy jamás se le pasaría por la cabeza hacerlo. Como Hal, Skippy lo ha hecho todo bien. Ha entrenado cuando debía, ha llamado a sus padres cuando tocaba, ha pedido ayuda cuando la necesitaba. Pero nada ha pasado. Sigue solo. Y los golpes no le han hecho más fuerte.
Puede que nadie le haya preparado para serlo. Pero ¿no ha existido siempre ese tipo de perdedor? Por supuesto, pero ¿acaso la literatura le había prestado la atención que merecía? Tal vez nunca como en el caso de La broma infinita y Skippy muere. Porque, y pese al delicioso sentido del humor —tan deudor del encantador Donald Barthelme— que Murray inyecta a la adorablemente macabra historia de Skippy, no deja de resultar aterrador hasta qué punto puede volverse la realidad insoportable por más que intentes, sin descanso, soportarla. Porque, liberado de la impostura del antihéroe, Skippy es prácticamente un ser de otro planeta injustamente aterrizado en el nuestro.
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