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TRIBUNA LIBRE
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Música en vivo

La originalidad de una versión puede aparecer en el ensayo, y el desafío es conservar lo que en ese momento se descubrió

Ensayo de una orquesta.
Ensayo de una orquesta.Consuelo Bautista

Solo en el “vivo” es posible la aventura del aura, como llamó Walter Benjamin a la presencia directa de la obra frente al cuerpo, los ojos y los oídos de quien la escucha. El aura es percepción estética en tiempo real: suena la orquesta y compartimos con ella el mismo espacio y el mismo instante.

Hace un par de semanas, en el teatro Margarita Xirgu de Buenos Aires se ensayaba El cimarrón, de Hans Werner Henze, una obra que vi y escuché dos o tres veces en la última década. Sentada a una mesita en la calle frente al teatro, tomaba un café con Martín Bauer, gran organizador de lo que se escucha acá de música contemporánea. Martín suele mostrarme partituras, guiado por la inútil creencia de que puedo entenderlas. La amistad es ciega. Pero estábamos allí no para leer pentagramas, sino para asistir a un ensayo de música en vivo, después de varios meses de aislamiento.

La calle de San Telmo donde está el teatro es angosta y los autos pasaban casi rozando nuestra mesa. Algunos chicos daban vueltas a fin de aprovechar un descuido. No les prestamos atención, pese a que la gentil mesera ya nos lo había advertido varias veces. No esperen que narre un hecho delictivo, porque no sucedió. Muchos barrios son más seguros que sus estadísticas y, sin duda, más seguros de lo que dejan suponer las noticias de los programas televisivos de la media tarde, que no necesitan pacíficas normalidades y amplifican los sucesos que corren en el boca a boca de vecinos dispuestos a encerrarse en sus casas, con pandemia o sin pandemia.

Nosotros esperábamos sin apuro. El invierno ­terminaba. Nada podía ser más perfecto, bajo la luz y la brisa de una primavera que había llegado para quedarse. Finalmente, cruzamos la calle para entrar en el Margarita Xirgu, nombre que rinde homenaje a quien, exiliada del franquismo, se estableció en Montevideo y representó a Lorca allí y en Buenos Aires.

Estábamos tensos y expectantes. Hasta marzo de este año, entrar en una sala era rutina. Y se podía presenciar los ensayos que ponen en peligro y, al mismo tiempo, sostienen el aura. Los ensayos son el taller de la música. El director corrige los defectos, errores o insuficiencias que solo él ha percibido. Los ensayos son demoledores. Tanto que, en Buenos Aires, el sindicato de músicos protege a sus miembros con una interrupción obligatoria cada 40 minutos, que los ejecutantes respetan con una disciplina que, muchas veces, irrita al autor de la partitura o al director.

En los ensayos, los músicos exploran todas sus posibilidades. Hay momentos de duda, de vacilación y de cambio, cuando se roza el límite de lo posible para cada ejecutante. Los músicos se interrogan e interrogan al director. A veces acuerdan con las indicaciones, otras veces las reciben como imposición de alguien que tiene la decisión final. El director también experimenta, sobre todo si se trata de su primera vez con una obra o con un intérprete. Puede suceder que les haya atribuido condiciones o cualidades que luego no volverá a encontrar en el ensayo. Pero, finalmente, se debe alcanzar un acuerdo entre la música que imaginó el director y la música que imaginaron los intérpretes y tienen posibilidades reales de ejecutar.

El ensayo responde a su nombre: se exploran diferentes caminos hacia lo que finalmente va a escucharse. Se examina, se prueba, se corrige, se descarta y, con suerte, se descubre algo que no se había visto en la partitura. La originalidad de una versión puede aparecer en la performance del ensayo y el desafío es conservar lo que en ese momento se descubrió.

Esto sucede de modo evidente con la música que todavía no integra un repertorio conocido por el público más amplio. La música compuesta desde comienzos del siglo XX tiene famosas versiones canónicas que fueron consagradas, grabadas y comentadas por directores también famosos como Pierre Boulez. Pero hay decenas de obras actuales que todavía no han alcanzado una versión que resuene, como una especie de amistoso control, en los ­oídos de su audiencia. No ha tenido tiempo para alcanzar versiones canónicas. Es siempre nueva, porque sus composiciones no se repiten cada temporada ni hay decenas de miles de aficionados que coleccionen las cintas donde quedó grabada.

Salvo para los intérpretes especializados o los fanáticos de buen oído y excepcional memoria, la música de hoy no es apta para que salgamos tarareando una inexistente melodía. No plantea la disyuntiva de repetición o innovación que ofrecen los cuartetos para cuerdas de Beethoven o las oberturas de una ópera de repertorio, sea Wagner o Verdi.

¡Qué bueno! Quienes nunca logramos reproducir con la voz una melodía ya no nos sentimos humillados si no podemos tararear el comienzo de la Cuarenta de Mozart, porque ¿quién puede cantar 20 notas seguidas de una obra para percusión y flauta escrita hace dos años? Y sin hacerlo todo tan difícil: ¿quién puede cantar las obras de Schönberg que marcó a fuego el entonces desconocido paisaje sonoro del siglo XX y su revolución estética?

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