Peligros de la ficción
Es irónico que un Gobierno presidido por alguien tan embustero como Boris Johnson se escandalice por ‘The Crown’
En las portadas de las novelas, tanto en el mundo anglosajón como en el de habla francesa, debajo del título y antes o después del nombre del autor se avisa, como para disipar cualquier duda: A novel, Roman. Los libros de historia no suelen avisar por adelantado que lo son, ni tampoco los de divulgación científica, pero, si un libro es de ficción, parece necesario aclararlo, como si no fuera evidente por sí mismo. En las películas ningún letrero advierte al espectador de que está a punto de ver una película, aunque sí a veces, con detallismo algo hipócrita, que los hechos y los personajes no tienen nada que ver con la realidad. Otras veces, la advertencia es la contraria, y eso crea más confusión aunque parezca que intenta disiparla. “Basado en hechos reales”. Así que la ficción busca su legitimidad unas veces reclamando su conexión con lo real y otras negándola. No ayuda en todo esto que en la historia de las novelas algunas de las más eminentes se publicaran con la pretensión de ser crónicas de hechos realmente sucedidos. Daniel Defoe hizo pasar su Robinson Crusoe por el relato autobiográfico de un marinero náufrago y su Diario del año de la peste por un testimonio contemporáneo y veraz de los hechos que contaba. Cuando se publicó la primera edición del Lazarillo, no había en el libro ningún indicio de que se tratara de una historia inventada. Como aclaró Francisco Rico, el Lazarillo no es un relato anónimo, sino apócrifo: el autor, lejos de ocultarse, declara desde la primera línea su nombre, si bien éste es el de un personaje imaginario. La confusión era mayor porque cuando apareció el Lazarillo no había relatos de ficción que trataran de gente común y de hechos contemporáneos no maravillosos.
No hay representación de lo real que no sea ambigua. El cerebro humano es un órgano muy propenso a dejarse engañar por las apariencias, a construir visiones fantasiosas del mundo a partir de los datos siempre muy esquemáticos que le suministran los sentidos. En la pintura barroca, el trampantojo se recrea en la facilidad para el espejismo de las percepciones visuales: una puerta pintada en un muro invita a empujarla y a pasar por ella, una figura parece salir de una pared, o flotar ingrávidamente debajo de la cúpula en la que fue pintada. Un asistente del papa León X bajó la voz al entrar en la sala en penumbra donde le pareció que estaba el Papa, pero lo que había visto en realidad era el retrato recién pintado por Velázquez. Los pintores y los aficionados se complacían en tales malentendidos, pruebas de maestría que venían celebrándose desde los tratados de arte de la Antigüedad. Quien resuelve de manera terminante y con sentido del humor este juego de las apariencias es René Magritte, cuando pinta con falsa meticulosidad de artista aficionado una pipa y escribe debajo, con letra esmerada de ilustración escolar: “Esto no es una pipa”. Efectivamente, no lo es: es una imagen pintada en dos dimensiones con ciertos pigmentos de colores diversos, sobre un lienzo de lino.
Y sin embargo también es una pipa.
Ahora el ministro de Cultura británico quiere que Netflix ponga una advertencia semejante al principio de cada capítulo de la serie The Crown: “Esto no es la realidad”. Desde el momento en que estamos viendo que esos personajes son actores, algunos de los cuales ya nos son conocidos por otros papeles, y que están representando escenas escritas por guionistas, en lugares distintos a los muy inaccesibles de la realidad, con acompañamiento de música, con evidentes efectos visuales, con elipsis y saltos en el tiempo, con diálogos tan privados que ninguna fuente documental puede confirmarlos, la necesidad de la aclaración parecería superflua. Los personajes, desde luego, llevan los mismos nombres que las personas reales a las que representan, y los actores consiguen un notable parecido: tan atractivo para el espectador atento es el prodigio del mimetismo como la evidencia de que estamos viendo una interpretación: nos gusta ser hasta cierto punto engañados, y apreciar sin embargo el virtuosismo técnico de la simulación. En algunos idiomas, interpretar un papel se dice lo mismo que jugar: el mecanismo de la ficción es el mismo que el de los juegos infantiles, y se aprende tan precozmente que forma parte del mismo equipaje instintivo de relación con el mundo.
Es un ejercicio mental tan sutil que parece mentira que pueda ser dominado muy pronto, y más todavía que lo practiquemos a cada momento sin reflexionar sobre su complejidad. Ninguna ficción nos estremece y ni siquiera logra mantener nuestra atención si no nos da una sensación poderosa de realidad: y al mismo tiempo su efecto sobre nosotros se malogra si la tomamos del todo como real. Decía Borges de una película que “su falta de realidad era tan exasperante como su falta de irrealidad”. Nos creemos el cuento, y por eso nos maravilla o nos da miedo, y no nos lo creemos, y eso confirma y fortalece nuestra cordura. El niño se entrega al juego apasionadamente y a la vez sabe que es solo un juego, y si se olvida es necesario recordárselo. En un mundo en el que se imponen con igual fuerza la industria abrumadora de la mentira y el fanatismo de las creencias religiosas o ideológicas, la ficción es liberadora porque no se rinde ni a lo uno ni a lo otro. Lo que llamó Coleridge “fe poética” es en el fondo una actitud a la vez inocente y escéptica que excluye el desengaño cínico igual que la creencia ciega: “Esa suspensión voluntariosa y transitoria de la incredulidad”.
Ya sabemos que The Crown es una ficción. Como todas las ficciones, nos atrae tanto porque parece real y porque sabemos que no lo es, aunque también sabemos que toda ficción está hecha en gran medida a partir de materiales de la realidad, y que la fuerza de ese híbrido reside inseparablemente en su cualidad de fábula inventada y de revelación de una verdad profunda que va más allá de la mezcla de hechos concretos y de suposiciones y fantasías que la han alimentado. Que un Gobierno presidido por alguien tan embustero como Boris Johnson se escandalice por una ficción no deja de ser una ironía. Precisamente las mejores ficciones nos adiestran en el oficio cada vez más necesario de detectar la mentira.
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