Azufre y bruma
Bárbara Blasco aborda con un lenguaje astillado e implacable todo cuanto rodea a la enfermedad física
La agonía de un padre en coma, situación que propicia el encuentro de la esposa y las dos hijas del matrimonio en la habitación del hospital, es un marco bastante frecuente en novelas que tratan de revisar las relaciones familiares y sacar a la luz las múltiples heridas causadas a lo largo de los años, con el ineludible cruce de acusaciones e increpaciones nacidas del desprecio, el rencor, los favoritismos, las conveniencias, el egoísmo, las mentiras u otras miserias.
Por fortuna, en Dicen los síntomas —XVI Premio Tusquets Editores de Novela—, Bárbara Blasco (Valencia, 1972) construye, sobre esta historia de agravios y rencillas familiares, otra más poderosa: a la enfermedad moral le suma y sobrepone el relato de la enfermedad física. Lo hace a través de Virginia, la hija más desatendida por sus padres y más disconforme con el patrón convencional y la hipocresía de una clase media ya algo anticuada, en claro contraste con su hermana Esther, modélica representante del paradigma madre y esposa ejemplar con ínfulas artísticas, que sin embargo apenas aparece por allí pues “este aire viciado de hospital no le sienta bien, corrompe sus pulmones, mustia su cutis, le opaca el cabello. Esther ha nacido para algo más que para pudrirse en un hospital”. Desde ese ángulo —su posición de mujer no integrada en el núcleo familiar y ajena a las convenciones sociales—, y con un lenguaje astillado e implacable, Virginia recuerda a ráfagas algunos episodios de su vida —en especial, la infancia—, desactiva sentimentalmente esa situación y medita sobre la enfermedad y cuanto ha leído sobre ella, línea que para mí es la que mayor interés ofrece. En su relato afloran noticias de dolencias raras, reflexiones firmadas por Sontag, Woolf, Kafka u otros ilustres, e incide en una lúcida observación de todo cuanto rodea a la enfermedad. Sin tapujos ni edulcorantes. Y así, a través del flujo de una conciencia insomne, de las asociaciones de la memoria y de una mirada insobornable, Virginia recorre el escenario en que se desenvuelve la enfermedad. Enfoca el espacio físico y las figuras que lo habitan: pacientes, sanitarios o acompañantes zombis corroídos por la acidia que les va ganando tras unas cuantas noches de guardia allí. Aventura metáforas y analogías: “La enfermedad parece el género realista por excelencia, pero en el fondo se enmarca dentro de la ciencia-ficción”. Intenta averiguar su sentido: “No creo en las enfermedades como alegorías morales, pero tampoco que sean arbitrarias, acaso síntomas de una patología universal”. Disecciona el lenguaje médico, “un contralenguaje, siempre reaccionario, que se resiste a traducir con fidelidad la realidad del cuerpo”. Y, como no podía ser menos, considera las alianzas con el tiempo y con la muerte.
Debo resaltar que, pese a tanta sordidez y sufrimiento, abundan el humor y la ironía en cuanto se refiere al mundo familiar. Y anticipar también que inesperadamente emerge una historia de amor entre Virginia y “el extraño” que ocupa la cama contigua a la del padre comatoso, historia repleta de momentos amables y tiernos, que no sé si obedece a la necesidad de contentar las preferencias de los lectores. El episodio sirve además para justificar el relato de Virginia, y para añadir otro registro a la novela, que ahora en estas páginas finales se resuelve a partir de breves apuntes preñados de lirismo.
DICEN LOS SÍNTOMAS
Autor: Bárbara Blasco.
Editorial: Tusquets, 2020.
Formato: tapa blanda (261 páginas. 18 euros) y e-book (9,99 euros).
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