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Mal viaje

Félix de Azúa publica una novela en clave de farsa de desencanto que no logra activar los resortes de la ficción

Jordi Gracia
Agustín García Calvo en Zorroaga (Guipúzcoa) en 1980.
Agustín García Calvo en Zorroaga (Guipúzcoa) en 1980.Jesus Uriarte (EL PAÍS)

No es fácil explicar en folio y medio por qué no funciona esta novela de Félix de Azúa pero quizá sea útil emplazar el libro en la última década del escritor. Al margen de sus siempre vivos ensayos sobre arte (y al margen de un columnismo político demasiadas veces de trinchera y trabuco), la obra más intensamente literaria de Azúa puede haber sido víctima de lo que Said llamó la edad tardía: aludía al desacomplejado atrevimiento que adquiere el escritor en esa edad para ensayar lo que antes estuvo vedado por consideraciones morales, sociales o estéticas. La tentativa experimental que ensayó en su anterior novela, Génesis, fracasaba en el ensamblaje de la narración del génesis bíblico y una historia de exilios y amores del siglo XX (pero contenía una fulgurante escena inicial en torno a una niña y su padre al piano). La novela actual en clave de farsa de desencanto, Tercer acto, no logra tampoco activar los resortes de la ficción para hacerla viva, creíble y habitable para el lector mejor dispuesto.

Lo que late en ambas novelas es una transgresora voluntad recreadora para la autobiografía, la búsqueda de formas enunciativas y representativas que la saquen de su cauce realista y autodeclarativo convencional. Eso había sucedido ya, y esta vez con éxito, en una aguda y rara Autobiografía sin vida, continuada con una más desangelada y previsible Autobiografía de papel. Ensayaba en ambos libros poéticas literarias para narrar conceptualmente los cambios vividos como paciente y sujeto del siglo XX, es decir, para eludir su experiencia vital y convertir al narrador en espectador, teórico, analista y conceptualizador de la experiencia colectiva.

Sé que es imprecisa la explicación pero diría que van por ahí los problemas de credibilidad y emoción de Tercer acto: el lector sabe que el libro importa al escritor porque el rumor de muerte que lo baña está desde el principio. Pero está también la petición previa de eludir la analogía entre los personajes recreados y sus modelos reales, a pesar de que la mayor parte de sus lectores adivinará a nombres tan públicos como Agustín García Calvo, Ferran Lobo o Javier Fernández de Castro (para dejarlo en los más obvios). En efecto, como dice el narrador, demasiadas de las cosas contadas se presentan de un “modo teatral e inverosímil”: la estética de lo grotesco o esperpéntico permea innumerables páginas sobre “la comuna” de amigos de juventud en torno a la muerte de Franco, antes y después de la tertulia en La Boule de París con García Calvo, sus farras, sus discusiones, sus simulacros revolucionarios, sus expediciones acuáticas y espeleológicas, sus viajes de LSD, marihuana o grifa de categoría.

El que vive el lector es, precisamente, un mal viaje. Solo el lector yonqui de Azúa (como yo mismo, poco menos que destetado con sus libros hace más de 30 años) logrará rescatar del libro páginas o párrafos que, de golpe e imprevistamente, lo sacan de la abulia lectora con un retrato impresionante sobre la madre, la ferocidad de algún retrato de personaje (casi todos femeninos), la ilusión de la facultad de Filosofía de Zorroaga, la obsesión por los libros, la meditación sobre el suicidio o el sentimiento de farsa que cancela la edad de la razón y su afán de reconocimiento como centro del segundo acto de la vida. Pero ese mismo lector sabrá que en cada una de esas fugaces exaltaciones están las huellas más directas del trasunto obvio del autor, y en cada una estará echando de menos el libro que no está en esta frustrante autobiografía de ficción.

Portada de 'Tercer acto', de Félix de Azúa

Tercer acto

Autor: Félix de Azúa.


Editorial: Literatura Random House, 2020.


Formato: 224 páginas. 18,90 euros.




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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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