El dolor de un cuerpo ya muerto
La poesía de Nona Fernández en ‘Mapocho’ no hermosea la catástrofe, sino que la hace visible entre el humo de la demolición
Han pasado 18 años desde que esta novela extraordinaria fuera publicada. Hoy, con acierto, cuando distintos discursos literarios sobre la memoria y distintos estilos como el gótico andino nos resultan familiares, lo rescata la editorial Minúscula y las personas que no habíamos leído a Nona Fernández en 2002 calibramos la importancia de su escritura dentro de la tradición y también por su excepcionalidad pionera. En el epílogo, Fernández relata cómo escribió Mapocho, en Barcelona, lejos de Chile, y cómo la fotografía de tres cadáveres tiroteados en el cauce del río desencadenó la escritura. La imagen databa de 1973, y la muerte ya estaba allí desde la violencia de la conquista y la muerte siguió estando allí porque la muerte no se acaba nunca. Nona Fernández siente la violencia del relato histórico, como sujeto y objeto, y construye un mundo de narraciones fantásticas y documentos que tienen en común la sangre derramada y el carácter cíclico de estos dolores. El río Mapocho siempre fluye hacia el mar con sus muertos y sus mierdas flotantes. No es que no exista el fin de la historia: es que ese fin es impronunciable. El discurso y las cosas no se separan, así como así, y ese nexo legitima la palabra literaria. No lo olvidemos.
Mapocho es la historia de una nación incestuosa y mestiza, una ciudad —Santiago—, un barrio que crece mirando el poto de la Virgen y una familia, que se relata con un lenguaje fundacional y sucio. Sucio desde su fundación. La Rucia vuelve a Santiago para encontrarse con El Indio, su hermano: ambos vivían con su madre al otro lado del océano. Al llegar a la ciudad, todo es infierno y fantasmagoría: La Rucia, El Indio, la abuela de los gatos… El padre —muerto, vivo o suicida— es el historiador que acota el relato con el cuento que alivia las heriditas infantiles, pero también con la sordidez de una realidad que no puede escamotearse con mentiras. La narración se come a los personajes: agujero negro, remolino de río y aleph, principio y fin de esas aventuras escatológicas que funden filosofía, mierda, carne y transgresiones sexuales.
Qué maravillosas son las páginas en las que Fernández escribe el sexo, el origen de los mestizajes, los contra-natura que acaso deberían buscar otros nombres… Todo es accidente, mentira y la concreción de una idea tenebrosa del género de terror: la posibilidad de que el cuerpo duela una vez que hayamos muerto. Muerto en sentido recto o en ese sentido figurado, de aura cataléptica, que aprendimos en Poe. Fernández, en su epílogo no cita a Poe, pero sí Pedro Páramo y Dead Man de Jim Jarmusch. Fernández intuye la simultaneidad dolorosa de un tiempo no cicatrizado: fantasmas, ombligos, río, agua, espejo, cristales, le dan forma a la sustancia conceptual de muerte, memoria, tiempo, repetición, sexo, familia, país... El Indio pinta las paredes y hace retratos de su hermana. En el muro y en el rostro percibimos las huellas de Lautaro, O´Higgins, las víctimas encerradas en los estadios durante el golpe de Pinochet. Las palabras de Mapocho crean sedimento, realidades simultáneas, que se superponen como manchas en transparencia. Eso somos.
El lenguaje fundacional de Nona Fernández es local. Guata, poroto y colorinche. El relato de su historia pequeña y tremebunda se universaliza, más allá de la lengua estándar de la literatura donut, en su raigambre con la tragedia griega y en su proyección hacia un futuro en el que este libro siempre será vanguardia. Porque la poesía de Mapocho no hermosea la catástrofe, sino que la hace visible entre el humo de la demolición.
MAPOCHO
Autor: Nona Fernández.
Editorial: Minúscula, 2020.
Formato: 237 páginas. 18,50 euros.
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