No hay plan B
Ya lo dijo -más o menos- aquel delantero inglés del Barça, Lineker: el euro es una especie de juego de 17 contra 17 en el que siempre gana Alemania. La crisis del euro es ahora, simple y llanamente, una crisis política; es decir, una crisis más grave que nunca. En mayo del año pasado, el Gobierno de Zapatero se vio obligado a aplicar drásticos planes de austeridad y reformas para garantizar, a cambio, un plan de rescate del euro que no funcionó. Ahora, el eje francoalemán -convertido en germanofrancés por la fortaleza de Berlín y su envés, la debilidad de París- quiere una respuesta similar del Gobierno de Berlusconi. Austeridad y reformas, ese es el mantra. Siempre y cuando Italia cumpla con esa receta, Europa dará luz verde a una complicada solución basada en recapitalizar los bancos, una fuerte quita a los bonos griegos y un fondo de rescate potenciado para asegurar la deuda de los países con problemas, aunque todos los detalles se dejan, en la mejor tradición europea, para más adelante. Eso es lo que estaba ayer sobre la mesa en Bruselas. Y esto lo que no está ni se espera: un plan B por si esos intrincados planes de salvamento fallan, y por si la sobredosis de austeridad fracasa.
Pero no hay tal plan B. La UE ni siquiera tiene claro cuál es el problema. "Europa no sabe si esta es una crisis fiscal o una crisis bancaria", explica Charles Wyplosz, del Graduate Institute; y en todo caso no es el momento para pedir capital al sector privado, que no se fía, ni para pedir ayuda a los países emergentes, que a cambio van a querer poder político en el FMI. No es fácil que la banca pacte voluntariamente una quita de Grecia sin firmes garantías a cambio. Y parece complicado que llegue una recapitalización bancaria hasta alcanzar los niveles adecuados porque nadie sabe en realidad cómo están los bancos.
Frente a la receta oficial, los economistas y buena parte de los servicios de estudios de los bancos aducen que la única alternativa viable ni siquiera se debate. "Basta de trucos: el BCE es la única institución con el arsenal adecuado para acabar con la crisis a través de la compra de bonos. El problema es la superabundancia de dogmas: Alemania no quiere por temor a la inflación, que ahora sería el menor de los problemas, y al riesgo moral, a la posibilidad de que los países que están entrando en cintura paralicen las reformas. El propio BCE no quiere porque aduce que eso no está en sus estatutos. Dogmas y más dogmas", critica el profesor Charles De Grauwe.
Las medidas que se debaten en esta cumbre hubieran funcionado en la reunión de hace tres meses, pero ahora los problemas son más graves: ha reaparecido la crisis financiera, e Italia está en el disparadero. "Es el momento de que el BCE entre en juego con la compra masiva de bonos. Y de que baje los tipos de interés para afianzar la frágil recuperación", indicaba hace unos días Barry Eichengreen, de Berkeley.
Pero el papel del BCE apenas se discutió anoche. Tanto su presidente, Jean-Claude Trichet, como Alemania quieren que el BCE se retire a un segundo plano una vez potenciado el fondo de rescate.
Tampoco las medidas para estimular el crecimiento están en discusión: la UE ha cambiado el paso y sus dirigentes hacen referencias a la necesidad de potenciar la reactivación, pero siempre después de hablar de austeridad y reformas. "Con la presión de los mercados, que significa menos crédito, y esa obsesión enfermiza por los recortes, la recesión está asegurada", indica De Grauwe en un pequeño despacho del CEPS, un think tank bruselense. Otro de los think tanks importantes, Bruegel, apuesta por encontrar fórmulas para que los fondos estructurales europeos se destinen a reactivar la economía. Pero Berlín está a otra cosa. Berlín prefiere la autocita: con duros y dolorosos planes de recortes a corto plazo, la confianza acabará llegando, y tras la confianza, el crecimiento. Alemania así lo hizo. Con una diferencia: cuando aplicó esos planes, el resto de Europa compraba sus coches y sus productos químicos, lo que facilitó la salida de la crisis vía exportaciones. Preguntado sobre la posibilidad de que Berlín reduzca el superávit comercial, el Gobierno alemán responde siempre sin tapujos: "Eso no tiene ningún sentido", explicaba hace unos días a la BBC Wolfgang Schäuble, tal vez el más europeísta de los ministros del gabinete.
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