Argentina y el otro como el mal encarnado
La unidad posterior al atentado fallido contra la vicepresidenta comienza a resquebrajarse
Hace algunas horas una persona atentó contra la vida de la vicepresidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner. De acuerdo con los datos publicados, se trataría de un hombre que actuó solo, tenía antecedentes por portación de armas no convencionales y en sus redes sociales mostraba interés por sitios anticomunistas, neonazis y esotéricos. El magnicidio fallido —inédito en la historia argentina reciente— originó el repudio de un amplio arco político que abarcó incluso a sectores marginales de la extrema derecha. Por un tiempo breve, la consternación ante lo inconcebible, el rechazo de la violencia política y la convergencia en defender la convivencia democrática parecieron imponerse como única respuesta aceptable. Para una democracia relativamente joven en un país en el que la violencia política supo campar a sus anchas durante largo tiempo, el horror por lo sucedido y el cierre de filas para resguardar la paz social era lo mínimo que cabía esperar.
Sin embargo, a las pocas horas se tornaron visibles otras miradas que parecieron resquebrajar la unidad de los primeros momentos. De una parte, algunos dirigentes opositores relevantes optaron por guardar un llamativo silencio o minimizar el atentado encuadrándolo como un hecho policial sin relación con la política. En el afán de arriar agua para su propio molino y partiendo de una perspectiva miope incapaz de dimensionar el calado de lo que estuvo a punto de suceder se concentraron en acusar al oficialismo de sobreactuar.
Por otra parte, algunos activistas y referentes políticos de segunda línea pasaron a “explicar” lo sucedido como una puesta en escena del oficialismo para victimizarse o a señalar que no podía tratarse de la acción de un individuo, de un “loco suelto”, sino que debía necesariamente tratarse de un atentado orquestado por la oposición. Aquí, más allá de las distintas posiciones de los que enunciaron estas “teorías”, lo que prima es la visión conspirativa, ciega ante los hechos conocidos hasta ahora y manca para defender la convivencia en un país en el que la polarización preexistente y la radicalización de algunos sectores de derecha ya venían tensando el panorama.
La posición oficial enunciada por el presidente de la Nación se transmitió a la medianoche. Alberto Fernández sostuvo que el atentado merecía el más enérgico repudio de todos los sectores políticos porque afectaba a la democracia. Se refirió a la obligación de todos los ciudadanos de “recuperar la convivencia democrática quebrada por el discurso del odio esparcido desde diferentes espacios políticos, judiciales y mediáticos de la sociedad argentina” y aclaró que “los discursos que promueven el odio no pueden tener lugar porque engendran violencia y no hay ninguna posibilidad de que la violencia conviva con la democracia”. Concluyó anunciando un feriado nacional para el día de hoy (viernes) de modo tal que “el pueblo argentino pueda expresarse en defensa de la vida, de la democracia y en solidaridad con nuestra vicepresidenta”.
Quizás por le premura de la situación, por el momento de zozobra que se vivía —si Argentina estaba en paz era solo porque la persona que gatilló una pistola contra Cristina Fernández de Kirchner falló en su intento— el presidente pareció deslizarse entre dos discursos. Por un lado, el de defender a rajatabla una democracia plural y convocar para ello a distintos sectores, un poco en la línea de los tiempos de la transición democrática en la década de 1980 (unir a todos, de izquierda a derecha en una misma visión de rechazo a la violencia). Por el otro, el de tomar como propia una interpretación partisana que, aunque quizás razonable en otro contexto, excluye en lugar de incluir en medio de una situación demasiado grave. En este sentido, el señalamiento del rol disruptivo jugado por “espacios políticos, judiciales y mediáticos” parece una alusión inequívoca a la oposición política y social que sería responsable mediata de la reintroducción de la violencia en Argentina por haber fomentado “discursos de odio”. Así lo entendieron algunos referentes oficialistas que incluso señalaron que la oposición, junto con algunos periodistas y miembros del poder judicial, sería la autora intelectual del atentado o que el mismo vendría a ser la culminación material de un hostigamiento verbal (que, por descontado, se origina solo en la vereda de enfrente, la de los “odiadores”).
Es posible que, como sostienen algunos, la polarización argentina no sea fruto de movimientos simétricos a diestra y siniestra sino el producto exclusivo de una derecha que se radicalizó. Puede que, además, a ciertos actores les quepa una responsabilidad política por fomentar discursos maniqueos y denigrantes. Aun así, lo que hoy importa hoy es otra cosa. La paz social en Argentina estuvo a un tris de estallar en pedazos. Para fortalecerla urge menos señalar culpables que trabajar en desarmar un dinámica peligrosa de la que participamos todos los que caemos en pensar al otro político como el mal encarnado.
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