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Internacional America

Radiografía de la crisis de fondo de la democracia peruana

El autogolpe fallido de Pedro Castillo se produjo en un país que desconfía de su propio sistema, pero en el que ninguno de los actores que aspiran a beneficiarse de esa desconfianza es lo suficientemente fuerte como para imponerse

Opositores de Pedro Castillo se manifiestan en Lima (Perú), el 7 de diciembre. Foto: ANADOLU AGENCY (VIA GETTY IMAGES) | Vídeo: EPV
Jorge Galindo

La ciudadanía peruana está más insatisfecha con su democracia y tendría una mayor tolerancia a un golpe de fuerza sobre las instituciones que la media de la región latinoamericana. Esta tendencia, que se ha acrecentado en los últimos tiempos, constituye la corriente de fondo que se traduce en los seis presidentes que en seis años ha tenido el país, y es el iceberg bajo la superficie imprescindible para entender los picos de inestabilidad, como la huida hacia adelante de Pedro Castillo tratando de disolver el legislativo que, pese a nacer condenada a fracasar y producirse a manos de un líder que llevaba año y medio dilapidando capital político, no apareció de la nada.

Un alto porcentaje de los peruanos (45%) estaría de acuerdo con que el poder ejecutivo gobernase sin el legislativo en situación de emergencia o crisis, según el Barómetro de las Américas. En 2018 los niveles eran aún más elevados: casi 60%. Fue la cúspide de un proceso de deslegitimación que venía de más atrás, según ilustra la comparación de Perú con su entorno. Era y es una posición bastante transversal, con ciertos énfasis entre la izquierda y las personas de mayor nivel educativo.

En paralelo a esta tolerancia a un golpe ejecutivo va la insatisfacción creciente respecto al sistema democrático específico en Perú. Una dinámica que no es ajena en el resto de la región, pero que sí es más acentuada aquí.

Si seguimos buceando iceberg abajo, llegamos a la parte más profunda de este divorcio: la falta de apego con la democracia en abstracto, como sistema de gobierno. No sólo con el funcionamiento de este mecanismo en Perú, que es lo que medía la pregunta anterior, sino con la idea de democracia como superior (o no). La mayoría de la ciudadanía mantiene una temperatura tibia: ni entusiasmo, ni rechazo frontal.

Además, la tasa de rechazo frontal ha crecido en Perú por encima de casi todos sus vecinos.

Lo más interesante de esta variable es que aunque habitualmente correlaciona con el grado de libertad objetivamente medible en el país (no con la percepción, sino con la valoración de un observador externo), ese no es el caso para Perú. Junto a Colombia forman una dupla andina en la que el desapego democrático está muy por encima de lo que le correspondería según el grado de libertad institucional.

Es decir: Colombia y Perú rompen esta dinámica: tienen ciudadanías más descontentas de lo que cabría esperar por su (intermedio e imperfecto, pero en ningún caso inexistente) nivel democrático. No es de extrañar que ambas naciones hayan protagonizado algunos de los episodios más contestatarios de la región en los últimos meses.

La paradoja peruana

Una vez calibrada la profundidad del descontento en Perú, preguntarse por qué las numerosas intentonas autoritarias se han diluido en unas instituciones que carecen de la legitimidad necesaria a la luz de estos datos para resistir por sí mismas.

Aquí es especialmente iluminadora la perspectiva que hace poco aportaron los politólogos peruanos Rodrigo Barrenechea y Daniel Encinas en forma de hipótesis académica: “un empate entre actores débiles que son incapaces de construir un autoritarismo duradero”, como lo definió el medio independiente Puente. Sencillamente, ninguno de los participantes del complejo, cambiante, inestable panorama del país tiene fuerza suficiente como para aprovechar el descontento ciudadano y convertirlo en un movimiento autoritario exitoso.

Pero estos mismos actores harían bien en leer esta hipótesis como una advertencia: puede que en algún momento surja alguien lo suficientemente hábil y bien posicionado para dejar al resto atrás. La única forma que tienen de evitarlo es, paradójicamente, dejando de competir fútilmente por quién lo logra y pasar a la lógica contraria: fortalecer a las instituciones, mejorando su respuesta a las demandas ciudadanas.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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