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En colaboración conOEI
Democracia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Rodrigo Paz y el viraje boliviano

El MAS tuvo 20 años para consolidar las instituciones públicas, pero las deja más bien débiles, con una justicia corrupta en la que nadie cree

Después de meses cargados de tensiones y enfrentamientos en los que parecía incluso que las elecciones se iban a suspender, y en medio de una crisis inflacionaria que recortó buena parte de los avances logrados en los últimos 20 años, el pueblo boliviano votó dos veces y terminó entregando resultados escasamente dramáticos. Antes de las 10 de la noche del 12 de octubre, día del balotaje, ya se conocía que Rodrigo Paz (Santiago de Compostela, 1967), hijo del expresidente Jaime Paz Zamora, era el nuevo presidente del país, y hacia la medianoche, su principal contrincante, Tuto Quiroga, reconocía los resultados. Bolivia, tras dos décadas de populismo estatal, inicia el viaje hacia un nuevo orden.

Dos semanas antes de la ronda eleccionaria de agosto, Paz, candidato del PDC (Partido Demócrata Cristiano), aparecía quinto en las encuestas, con un 5% de intenciones de voto. A partir de ese momento, su ascenso fue imparable. Hubo varias razones para ello: pese a que sus intenciones eran claramente las de un candidato de derecha -o al menos centro-derecha (“capitalismo para todos”, fue su slogan)-, sus respuestas evasivas en cuanto al rol de Estados Unidos, el FMI y la DEA en el país, o sobre si se encargaría de llevar a la justicia a Evo Morales, permitieron que un buen porcentaje de votantes indecisos, que solían apoyar el proyecto populista del MAS, terminaran decantándose por él como una mejor opción ante la rigidez ideológica derechista encarnada por Quiroga.

Su candidato a vicepresidente, el cochabambino Edmand Lara, ayudó a captar esos votos. El carismático expolicía, hábil en la comunicación vía TikTok, visto como cercano a los sectores populares y abanderado en la lucha contra la corrupción, llegó incluso a opacar a Paz con sus declaraciones intempestivas y furibundas (tres años atrás, en medio del furor libertario, Lara triunfó en una encuesta que preguntaba quién podía ser el “Milei boliviano”). Las políticas de la identidad funcionan también en Bolivia, y votar por alguien “que viene desde abajo y es uno más de nosotros” –las palabras son de una comerciante indígena– tiene todo el sentido del mundo.

La situación no está para grandes celebraciones. Paz, que asumirá el 9 de noviembre, hereda un país en crisis gracias a la pésima gestión del presidente Luis Arce, conocido como el arquitecto del modelo económico que rigió el país a partir de la llegada de Morales al poder en 2006. El MAS fue fundamental en el crecimiento de la clase media, empoderó a sectores de la burguesía “chola” y permitió el ingreso de grupos marginados al poder; a la vez, Morales hizo crecer el gasto público, despilfarró su capital político con proyectos de corto plazo o ineficientes, se perdió en un caudillismo que lo llevó a desconocer la misma Constitución promulgada por su partido, y, beneficiándose de una década de bonanza en los precios de productos del gas y el petróleo, no preparó al país para cuando el boom económico se acabara. Un proyecto hegemónico que refundó al país como Estado plurinacional, que tuvo el apoyo de dos tercios de votantes al final de la primera década del siglo, propulsado por un crecimiento anual de alrededor del 5% (uno de los mayores del continente), llegó a las elecciones acosado por un fuerte enfrentamiento interno entre Arce y Morales: su candidato apenas logró el 3% de votos, y el partido, casi nula representación en la asamblea legislativa.

El MAS tuvo 20 años para consolidar las instituciones públicas, pero las deja más bien débiles, con una justicia corrupta en la que nadie cree. Por otro lado, el avance de la minería ilegal contaminante y la deforestación muestran cómo fracasó el “vivir bien”, el plan de desarrollo alternativo al capitalismo presentado por Morales en el 2006 como una nueva forma de relación entre el boliviano y la naturaleza, aprendida de las culturas ancestrales.

El primer desafío de Paz consiste en estabilizar la alicaída economía. Hay recesión, y Arce se ha gastado buena parte de las reservas. La inflación no perdona, y productos de primera necesidad como la carne de res o de pollo no paran de subir (“la gente lleva carne molida y hueso, prácticamente ya no se vende carne”, le dijo una vendedora del mercado Abasto en Santa Cruz a un periodista de El Deber). Abastecer al país de gasolina y diésel, un problema que comenzó el año pasado y se ha vuelto crónico, es urgente para la cadena productiva: ciudadanos comunes y transportistas hacen largas colas semanales, y la cadena alimentaria sufre el impacto (la producción agropecuaria necesita 35 millones de litros de diésel mensuales, pero en octubre solo se distribuyeron 8 millones).

Paz también debe decidir de quién conseguir financiamiento para comprar combustible, ya sea del malhadado FMI o de algún otro lado que implique menor gasto de capital político. Además, debe evaluar si se sigue subvencionando el precio de la gasolina y el diésel, un tema sensible en Bolivia: esa subvención es la principal causante del endeudamiento, pero eliminarla podría provocar una inmediata inestabilidad social.

Paz ha prometido un capitalismo descentralizado, con un 50% de las ganancias para el Estado nacional y el otro 50% para las regiones; esta idea no es nueva en el continente, y en otras experiencias ha chocado con los límites de la realidad fiscal. También ha ganado apoyos con su discurso contra el llamado “Estado tranca”, asegurando menor regulación y un sistema impositivo más justo para legalizar a buena parte del 85% de la población que vive en la economía informal. Su primera reunión importante fue con los empresarios privados de Santa Cruz, a quienes ofreció mayor apertura comercial y seguridad jurídica. El ingreso a su equipo de José Luis Lupo, excandidato a la vicepresidencia junto a Samuel Doria Medina (líder de derecha que encabezaba las encuestas hasta junio), refuerza la percepción de un giro hacia un neoliberalismo atenuado (“No creo en los subsidios, se nacionalizó el gas y no hay gas, se subsidió el diésel y no hay diésel”, dijo Lupo durante la campaña).

Paz tendrá que resolver su relación con Evo Morales. El exlíder del MAS, exiliado interno en su reducto del Chapare en Cochabamba, es un prófugo de la justicia que todavía tiene alrededor del 20% de apoyo duro. Evo se ha arrogado el triunfo del PDC (pese a que llamó a votar nulo, sus votantes de decantaron por Paz), no ha dejado de lado sus ambiciones políticas y es capaz de desestabilizar al país: ya ha denunciado a Paz como neoliberal y ha dicho que resistirá a sus políticas. Para quienes ven a Paz como “un caballo de Troya” del masismo, este mismo ha dicho que “la justicia va a caer sobre aquellos que tengan que cumplir ante la justicia… a Evo el Estado no le aplicó el rigor de la norma… Siendo gobierno nosotros, si hay justicia, esa justicia tendrá que actuar”.

“Espero que Bolivia vuelva al mundo y el mundo vuelva a Bolivia”, ha afirmado también Paz, asegurando que se restablecerán relaciones con los Estados Unidos. Por lo pronto, la COB (Central Obrera Boliviana) se ha declarado en emergencia, asegurando que rechazarán la descentralización de la educación y la salud. El ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América), una organización de diez países latinoamericanos y del Caribe con ideología de izquierda, ha suspendido a Bolivia de la alianza y tildado a Paz de “proimperialista y colonialista”, luego de que este declarara que no invitaría a su toma de posesión a países que no tuvieran “la democracia como principio”, entre ellos Cuba, Venezuela y Nicaragua (principales aliados de Bolivia en los años del MAS). Dicho esto, el viraje de Bolivia está claro; la dirección, no tanto.

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