¿Cómo cuidar a las ballenas mientras haces turismo?
En algunos países de Latinoamérica comunidades locales y científicos promueven iniciativas para minimizar el impacto negativo de la observación de cetáceos y contribuir a su conservación


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“¿Cómo observar las ballenas con los ojos del mar?” Es la pregunta que guía las excursiones por el Pacífico colombiano que lidera Laura Benítez, bióloga y directora de la oenegé Conservación Gorgona. “¿Cómo te imaginas las ballenas si las vieses desde una gota oceánica?”, continúa. La idea con ambos planteamientos es que quienes están interesados en el avistamiento de mamíferos se desarmen de sus expectativas y se aproximen con genuina curiosidad. Un verdadero reto cuando la mayoría del turismo alrededor del avistamiento de cetáceos, ya sean ballenas o delfines, gira en torno a ideas hiperromantizadas y, en la mayoría de los casos, a costa de prácticas irresponsables. Por eso, en países como Costa Rica, El Salvador o Colombia, en los últimos años los científicos impulsan alternativas sostenibles y de la mano de las comunidades de estos territorios.
En México, la temporada de avistamiento de ballenas, se extiende de diciembre a mayo. En Colombia, la observación de ballenas jorobadas inicia en julio y termina en octubre, y se extiende por varios puntos de su territorio nacional: Tumaco, en Nariño; Bahía Málaga, en el Valle del Cauca; o Nuquí, en el Chocó, entre otros. Y, si bien en cada territorio hay especificidades, en todos, se ha ido convirtiendo en una parte central de la economía local. En Costa Rica, el avistamiento se da prácticamente el año entero. Zonas como Uvita de Osa, al sur, pasaron de ser villas de pescadores a convertirse en importantes centros turísticos gracias a la observación de mamíferos marinos. Ese auge trajo consigo a comunidades, usualmente empobrecidas, oportunidades económicas. Foráneos de diferentes sitios del mundo que llegaban en busca de un espectáculo: ballenas que saltan salvajemente en el agua, que transitan tranquilas con sus crías frente a los curiosos. La realidad es más compleja.
Con ese rápido e inesperado crecimiento turístico, las prácticas nocivas no se hicieron esperar y, con el tiempo, han puesto en riesgo a los cetáceos, su ecosistema y a la población cercana: turistas que pagan porque las embarcaciones se acerquen tanto como para tocarlas, lanchas ilegales que las persiguen cuando están con sus crías u otras que navegan con sobrecupo, entre otras. Los efectos de esos comportamientos son múltiples y no necesariamente se ven de inmediato, pero a largo plazo pueden ser graves para la fauna local y para las trayectorias de las ballenas que prefieren atracar en zonas donde se sientan seguras. Cambios comportamentales, alteraciones fisiológicas y de comunicación, cambios en el uso del hábitat, son algunos de efectos negativos más usuales.
Aunque los gobiernos de los países de tránsito han intentado regular el avistamiento, las medidas no se han ajustado al crecimiento de ese tipo de turismo o no cuentan con seguimiento riguroso de su cumplimiento ni han sido construidas con los locales. Así sucedió en Costa Rica, donde en 2005 el Gobierno lanzó un reglamento con lineamientos para las actividades con cetáceos, incluidas la observación, investigación y filmación. Pero, a más de una década de su publicación, estas no han sido renovadas, tampoco se hizo pedagogía con la población vecina. “Aquí no llevaron el reglamento a las comunidades ni hicieron partícipes a los operadores turísticos. Así que muchas organizaciones ambientales e investigadores decidimos ser quienes lo hagan. Hemos venido dando charlas sobre turismo responsable a guías, a oficinas gubernamentales relacionadas con el mar, a niños y jóvenes”, explica Frank Garita.
En Colombia, en 2017, las autoridades nacionales emitieron medidas, pero solo con fines de prevención, no obligatorias. Así que, al igual que en Costa Rica, ha sido la sociedad civil y los científicos quienes asumieron la batuta para promover prácticas de avistamiento responsable. Laura Benítez lo llama observación consciente. “El objetivo es que podamos aproximarnos sin esperar que soplen o se sumerjan. Reflexionar sobre su importancia, pues cuando las cuidamos nos estamos cuidando a nosotros mismos; las ballenas ayudan a mantener el equilibrio de los ecosistemas marinos y contribuyen a la mitigación del cambio climático”, dice.

Garita y Benítez creen que una de las estrategias más efectivas para combatir las malas prácticas es trabajar de la mano con los locales, atendiendo sus inquietudes y necesidades. Ann Carole Vallejo, de R&E Ocean Community Conservation, quien ha enfocado su trabajo en Nuquí, Chocó, y en El Salvador, coincide con esa idea. “Para nosotros ha sido importante incorporar a la comunidad; por eso, diseñamos el programa de ciencia comunitaria. No es solo enseñarles ecología y biología, sino proporcionar herramientas para estudiar lo que está pasando con sus recursos”, explica la bióloga.
La tarea no siempre es sencilla, explican los expertos, pues hay costumbres muy arraigadas. “Tenemos operadores que llevan treinta años en esas actividades y no ven la problemática. Cuando les dices ‘capacitación’, contestan: “Eso ya me lo sé”. Aun así, creemos que, con la constancia, se van logrando cosas”, añade Vallejo. Pero una de las bases de una observación menos dañina es redistribuir la responsabilidad; es decir, entender que, desde el turista hasta los gobiernos nacionales, pasando por el conductor de lancha y el gremio hotelero, todos tienen un papel en la conservación del hábitat y el cuidado de los cetáceos.
En esa lucha por fomentar experiencias ecoamigables e igualmente memorables, oenegés y científicos han desarrollado alternativas como el turismo acústico, que consiste en usar un hidrófono —una suerte de micrófono submarino— para captar el canto de las ballenas jorobadas, una de sus tantas cualidades. En países como Hawái, ese tipo de turismo ha sido exitoso y biólogos marinos han buscado que se replique en otras zonas del continente, pues permite mitigar los impactos del avistamiento.
Benítez también ha involucrado a los turistas en procesos de ciencia comunitaria, lo que les permite vivir la experiencia desde un lugar más prudente y reflexivo. Por ejemplo, en sus guianzas explica para qué y cómo se toman datos de avistamiento y, junto con los visitantes, han recopilado información valiosa para reconocer qué tipo de ballenas se desplazan en la zona. Hasta ahora, han fotoidentificado 40 especies que pasean por distintos puntos del Pacífico colombiano.
Esa información resulta muy útil para alimentar catálogos globales de especies de cetáceos, como Happy Whale que se alimenta de registros ciudadanos. Lo mismo sucede con Blue Corridors, desarrollada por la WWF, y en la que se monitorean las rutas migratorias de estos animales a partir de datos de población civil. En Nuquí, Vallejo se ha aliado con los jóvenes, quienes durante su último año de colegio se preparan para ser guías turísticos de su tierra, lo que ha generado un fuerte sentido de apropiación.
Desde diferentes frentes, ambas quieren sembrar una semilla de consciencia. Por un lado, Benítez apela a generar reflexiones en los foráneos: “Ojalá se vayan con la noción de que hay otras maneras de hacer turismo que deben pensarse desde el momento en que están empacando la maleta”, subraya. Por el otro, Vallejo insiste con las nuevas generaciones: “Enseñar, inspirar y darles la obligación de cuidar su territorio” es la meta. Y, Garita, desde Costa Rica, sueña con una red regional que permita compartir experiencias y potenciar estas luchas que, a veces en la invisibilidad, se replican a lo largo y ancho de Latinoamérica.
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