El peor de los ciegos: las políticas regresivas ambientales se intensifican en América Latina
Navegamos la transición ecológica sin guía ni propósito y los Estados, en lugar de proteger los derechos de las personas y la estabilidad de los países, están dejándolo librar al azar

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Estamos ante un absurdo retroceso de la protección ambiental en América Latina, impulsado por la evitación, una especie de revancha mal dirigida y el empuje de quienes se apropian de todo para aumentar su riqueza. En Ecuador, el Ministerio del Ambiente ha sido suprimido y puesto bajo el Ministerio de Minas y Energía; en Brasil se aprobó una “ley de devastación” que reduce los estándares de protección ambiental para favorecer a las grandes empresas y, en Argentina, el desmantelamiento institucional y legislativo ha alcanzado niveles alarmantes.
Mientras tanto, en Chile se ha aprobado una ley que pone en riesgo la protección ambiental y social, y el año electoral marcado por un discurso empresarial ha puesto al medio ambiente y sus defensores como enemigos. Los candidatos presidenciales han olvidado completamente las responsabilidades del Estado en esta materia y se muestran feroces en contra de los derechos de las personas, pero dóciles ante los intereses económicos.
Es útil recordar que el mundo atraviesa, con o sin voluntad de quienes están en el poder, por una transición ecológica. Los cambios en el medio ambiente fuerzan cambios en los sistemas sociales—incluido el económico—, que se ven obligados a adaptarse a la nueva realidad del entorno. En América Latina navegamos esta transición sin guía ni propósito y, los Estados, en lugar de cumplir con su deber de dirigir este cambio para proteger los derechos de las personas y la estabilidad de los países, están dejándolo librado al azar, agravando la vulnerabilidad de quienes ya están en la periferia y facilitando el camino para que actores paraestatales tomen el control de territorios.
No es difícil ver la pulsión emocional que mueve esta inacción. El sesgo de evitación lleva a nuestros gobernantes a buscar refugio en supuestos tiempos más simples, de estabilidad segura. Son niños, niñas y jóvenes de 1980 y 1990 que ahora, puestos en posición de elegir sobre su futuro y ante la incertidumbre reinante, aspiran a volver a esas épocas en que se sintieron protegidos. Esa aspiración, sin embargo, es una ilusión. Ser adultos significa precisamente hacerle frente a esas condiciones y entender la relevancia de tomar acción.
Esa acción, a su vez, debe construirse sobre realidades, como es la crisis climática. Podemos discutir la manera de afrontar la crisis según las preferencias de cada uno, pero la existencia de esta situación es una cuestión material y mensurable sobre la que, lamentablemente, nuestras preferencias no tienen consecuencia alguna. Ya sea por el efecto de las actividades humanas (como asegura la ciencia) o por cualquier otra causa, la realidad es que el planeta está considerablemente más degradado que 30 años atrás, cuando empezamos a crear mínimas medidas para protegerlo.
En los noventa, y a pesar de contar con mucha menos información certera, el mundo ya sabía que la situación ambiental era grave y riesgosa. En ese escenario, los adultos se comportaron como tales y la Cumbre de Río de 1992 marcó un momento de conciencia colectiva que selló los principales acuerdos internacionales en la materia, vigentes al día de hoy. Lo anterior, sin embargo, no ha sido para nada suficiente.
Hoy la situación es considerablemente peor que en esa época. Los suelos degradados a nivel global han pasado de un 15% a un 28,5%. La concentración de dióxido de carbono en la atmósfera ha aumentado en un 20,8% y la temperatura global se encuentra, en promedio, entre 1,3 °C y 1,4 °C sobre los niveles preindustriales, cuadruplicando el aumento que existía a 1992. Las especies en riesgo han aumentado un 1.080%, mientras un 99% de la población del mundo vive con niveles de contaminación atmosférica por encima de las normas para la protección de la salud.
Pero la infantil mirada sobre el asunto busca también venganzas fáciles y mal dirigidas. Ven en la desprotección del ambiente una forma de revancha contra el “injusto” mundo de la empatía y, al ambientalismo, como una ideología adversaria. Eso les permite nublar aún más la visión sobre la realidad material, como si proteger nuestro hábitat no fuera una condición de supervivencia que no mira colores políticos. Por supuesto, hay discusiones legítimas entre visiones más inclusivas o que excluyen, colectivistas o individualistas, y nacionalistas o universalistas. Sin embargo, ninguna de esas discusiones puede razonablemente llevar al desmantelamiento de la protección ambiental, sino a modificaciones en la manera en que se hace.
Por último, es clara la existencia de actores que empujan esta narrativa antiambiente por intereses de a corto plazo, despreciando el bienestar a medio y largo plazo e, incluso, la estabilidad de la nación. Dichos actores no necesariamente niegan la realidad material, sino que están dispuestos a tolerarla en el entendido de que ellos no serán mayormente afectados, pues tienen los medios para protegerse de la mayoría de los efectos que son capaces de prever. No es lo mismo una ola de calor para una persona que tiene aire acondicionado y puede pagar la cuenta de la electricidad, que para otra que no cumpla esas condiciones. Tampoco es lo mismo ser un pequeño agricultor que se queda sin agua, que una gran empresa minera que aumenta su producción para alimentar a la industria de los nuevos automóviles eléctricos.
Parece importante observar y reconocer los precursores que alimentan la desprotección ambiental. Sin que ninguno de ellos sea simple de abordar, observarlos puede permitirnos una acción más efectiva para hacerle frente al fenómeno y prevenir su profundización. Avanzar en la degradación del ambiente provoca más inseguridad actual y futura: es una revancha autodestructiva y no aporta al progreso de los países. Quienes hoy prefieren la ceguera, pronto descubrirán que la realidad no espera. La transición ecológica avanza y, cuanto más se la niegue, más devastadoras serán sus consecuencias.
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