Unas horas de uso y muchos años para degradarse: la vida (y las incógnitas) de un tampón
Es uno de los productos menstruales más populares, pero ciertos impactos en la salud aún no han sido estudiados. Así es el periplo desde que se crea hasta que se degrada, según se cree, cientos de años después
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Cuando su madre murió por cáncer de ovarios, Mercedes Escoda todavía no sabía que lo que entra en contacto con la vagina impacta en el cuerpo hasta 80 veces más que lo que se ingiere por la boca. Un cáncer puede detonarse por múltiples factores y, aunque no hay estudios que confirmen que aparece por el uso de productos menstruales, a Escoda le inquietó descubrir que algunos de sus componentes “están catalogados como cancerígenos”, cuenta. Tras este hallazgo, fundó la compañía de toallas y tampones sin químicos Myalma.
A Ramón Vendrell se le encendió una luz de alerta cuando trabajaba en la industria farmacéutica y sus compañeros ginecólogos le explicaban los casos de pacientes con alergias y molestias vaginales de origen desconocido. “Un 20% de visitas eran por irritaciones en ese área, afectando a la calidad de vida”, cuenta. Entonces, comprobó que los productos menstruales que utilizaban esas mujeres contenían derivados del petróleo y sustancias potencialmente alergénicas. “¿Es necesario introducir eso en el cuerpo?”, se preguntó quien más tarde creó la compañía de productos orgánicos Cohitech.
La activista menstrual y política española María Pérez impulsó un proyecto de ley innovador para empezar a erradicar la desigualdad laboral que se desprende del hecho de menstruar. Se topó con una falta de datos “brutal” sobre productos “que son de primera necesidad”, explica. Y lo mismo denuncia la doctora mexicana Sitara Mehmood, especialista en desigualdad médica de género y fundadora de la organización Medicina sin Violencia: “La composición de una toalla o un tampón viene muy superficial”, lamenta. Ella también ha tratado a pacientes que usan estos productos y que tienen irregularidades vaginales cuya procedencia no puede identificarse.
Estas historias se hacen eco de una realidad común: cada vez más mujeres exigen a las marcas que controlan el mercado transparencia de lo que venden. Pero, a diferencia de un supositorio o un medicamento, que también se introducen en el cuerpo, “la ley no les obliga a hacerlo”, señala Ana Enrich, fundadora de la organización sobre pobreza menstrual Period Spain.
A lo largo de nuestra vida fértil, quienes menstruamos utilizamos entre 5.000 y 15.000 productos para la regla. Los tampones, en contacto directo con la vagina, son la segunda opción más conocida. Sin embargo, sabemos muy poco de ellos. Para nueve expertas consultadas al respecto, eso orilla a las mujeres al desconocimiento de sus cuerpos y de su propia anatomía.
Se crean
Hay precedentes del uso de tampones en la Primera Guerra Mundial, cuando las enfermeras reutilizaban tejidos para absorber el sangrado; un poco antes en Asia, donde las mujeres empleaban musgo, e incluso en Egipto en el siglo V, donde se cree que se usaban papiros enrollados. Pero la primera patente del tampón moderno ocurrió en 1931. Desde entonces, la demanda se catapultó por su efecto liberador: de repente, las mujeres podían bañarse en la playa o hacer acrobacias teniendo la regla. Por eso, algunas expertas respaldan que los tampones favorecieron la autonomía femenina y ayudaron a no victimizar a las mujeres por menstruar.
En esto coincide Mireia Sabadell, doctoranda en Comunicación y divulgadora en @mybestperiod: mostrar que un tampón no se nota, que permite el movimiento con tranquilidad, hermana con la idea de “habitar espacios públicos sin miedo a ser juzgada”, explica. Pero eso también trae implícito que menstruar “es una profunda vergüenza”.
Los tampones se empezaron a producir en masa empleando sustancias químicas. Si hoy diseccionamos uno convencional, encontramos principalmente algodón y plástico: polímeros como el poliéster o el polietileno, poliacrilatos superabsorbentes, perfumes, celulosas procesadas químicamente como la viscosa o rayón y algodón, en su mayoría no orgánico, tratado con herbicidas y pesticidas.
Marcas hegemónicas como Tampax aseguran que sus componentes cumplen con los estándares avalados por la Administración de Alimentos y Fármacos de Estados Unidos —FDA por sus siglas en inglés—, pero la realidad es que esta institución no obliga a desglosar y testear todas las sustancias. También exime de indicar cómo fueron procesadas.
Por su lado, Saba afirma que las sustancias que incluyen sus productos no son preocupantes por sus cantidades mínimas. Sin embargo, apunta que la ciencia actual “aún no detecta todas las que pueden tener efectos en las hormonas”. También asegura ser una marca dermatológicamente probada, pero aclara que todavía “no hay una definición oficial para el término”, y que cada compañía “define sus propios métodos para el testeo”. En Estados Unidos, se han propuesto al menos nueve reformas de ley para obligar a las empresas a detallar todos los químicos que contienen sus productos menstruales, pero ninguna se ha aprobado.
Kotex, otro gigante de la industria, apenas menciona los materiales que emplea y sus posibles efectos. América Futura solicitó informes de transparencia a estas tres empresas: Tampax se negó por temas de confidencialidad, Kotex no accedió a entrevista al saber el enfoque y Saba no ha respondido.
Los componentes que incluyen estos y otros fabricantes convencionales han sido relacionados con el cáncer, con disrupciones hormonales o infecciones vaginales —que afectan a tres de cada cuatro mujeres en algún punto de su vida—, detallan múltiples informes como el de Women’s Voices For the Earth.
La vagina es un ambiente vivo y estas sustancias podrían alterar su microbiota, afectar a los órganos reproductores o al sistema inmunitario, señala la doctora Sitara Mehmood. “Por ejemplo, los poliacrilatos superabsorbentes pueden retener los fluidos necesarios para la buena salud de ese área del cuerpo”, explica Ramón Vendrell. “El lema ‘seca y segura’ de Ausonia —una marca de compresas española— me parece peligroso. Si yo tuviera la boca seca, no podría hablar o tragar”, opina.
En algunos tampones se incluyen fragancias sin especificar, suponiendo que la regla huele mal: “Pero, ¿tú has olido la sangre? No huele. Huele al entrar en contacto con las fibras de los productos o por estar retenida por un tiempo”, apunta Mehmood. “Es simplemente sangre que está eliminando tejido endometrial”.
El Servicio de Información y Noticias Científicas (SINC) divulgó la presencia de parabenos en el sangrado menstrual. Otras investigaciones revelan otros contaminantes como dioxinas, furanos y ftalatos —esta última es la sustancia que aporta la sensación de suavidad al tacto—. Todos son considerados disruptores endocrinos que pueden desequilibrar los receptores hormonales, causando fatiga crónica o afectando a la fertilidad, por ejemplo. El sistema metabólico excretor “no es completamente efectivo”, y estos componentes pueden acumularse en el organismo, observa el SINC. Sin embargo, las marcas no declaran la presencia de estas sustancias en sus productos.
Por otro lado, muchos de los tampones no cuentan con un velo 100% perimetral para evitar que las fibras queden adheridas en la vagina, según análisis de la empresa de Vendrell, Cohitech: “Es fácil comprobarlo con una cinta adhesiva o un encendedor”, cuenta. También asegura que el 99% de pacientes que cambiaron a productos sin químicos mejoraron su salud vaginal: “La calidad de los productos que gastes ahora es determinante para la salud que tendrás en la menopausia. Y esto no se explica en ningún lado”.
Hoy en día no existen contraindicaciones oficiales para utilizar tampones convencionales, a pesar de las investigaciones que relacionan sus componentes con posibles efectos dañinos; pero, sin estudios conclusivos, los profesionales no pueden asesorar bien a quienes menstrúan. “La medicina continúa siendo androcéntrica”, lamenta María Pérez. “Y las mujeres somos la mitad de la población mundial”.
Para Mehmood, existe un debate médico sobre la exposición humana a contaminantes que debe explorarse: los tampones comerciales se testean en animales y los efectos en nuestra salud podrían ser distintos.
Se usan
El desconocimiento en la industria menstrual se extiende a algo tan cotidiano como el uso diario de sus productos. “Un 90% hemos llevado un tampón más tiempo del recomendado”, dice Enrich, de Period Spain. Esto, en sus casos más severos, puede terminar en síndrome de shock tóxico, una infección potencialmente mortal, aunque poco común. En México, hay marcas que no declaran la fecha de caducidad o que incluyen sellos mercadológicos que “no son comprobables”, según la Procuraduría Federal del Consumidor.
Pero Enrich también habla del analfabetismo y la pobreza menstrual. En España, dos de cada 10 mujeres están en esta situación. Algunas “llevan tampones días seguidos” por no tener otro recurso, dice. En México, donde la desigualdad se intensifica, la cifra se eleva al doble. Aunque los tampones sean, junto con las toallas desechables, la opción más asequible a corto plazo, a veces no es suficiente.
Menstruar con productos de un solo uso llega a costar más de mil dólares por persona a lo largo de la vida, sin contar medicamentos, anticonceptivos, compresas calientes para cólicos o protectores. El coste total puede ascender a 18.000 dólares en lugares como Estados Unidos. Con opciones reutilizables como la copa menstrual, que puede durar hasta 10 años, la cifra se reduciría considerablemente.
Para Anahí Rodríguez, fundadora de la organización que impulsó el IVA 0% para productos menstruales en México, Menstruación Digna, la pobreza menstrual no es solo un tema de tampones o toallas. En espacios públicos y privados, “los baños son deplorables o ni siquiera hay”. En general, las estructuras no están preparadas para menstruar.
Esta pobreza afecta a todas las mujeres que no tienen acceso a jabón, papel o agua, sistemas de drenaje o lugares para gestionar el sangrado dignamente. Rodríguez ha comprobado cómo esto agrava el absentismo escolar y laboral, ensanchando más las brechas de género. Mientras tienen la regla, muchas niñas y mujeres deciden no participar en las actividades diarias, lo que les lleva a perder desde oportunidades de empleo a momentos de ocio.
Además, la regla sigue marcada por el estigma, los mitos y tabúes. En lugares con fuertes creencias religiosas y morales de Latinoamérica, estos factores determinan muchas veces qué producto menstrual comprará una mujer. En la caja de tampones Kotex Súper, por ejemplo, se puede leer que usarlos “no afecta a la virginidad”. Saba, por su lado, habla de “Zona V” en vez de mencionar “vagina” cuando explica cómo hay que usar un tampón. “Es por la misoginia, la mirada patriarcal”, sostiene Mehmood.
Se desechan
Se crean, se usan y se desechan… El ciclo de vida de un tampón no encuentra su volver a empezar. Un tampón sin plástico puede desintegrarse en seis meses, pero los que llevan un aplicador o envoltorio de este material —la mayoría— tardarán en desaparecer del planeta mucho más que quien los use: se cree que hasta 800 años.
Estas estimaciones de degradación se basan en pruebas hechas en laboratorios. Lo que ocurra afuera puede variar por condiciones como la falta de oxígeno o la relación con otros microorganismos. Por ejemplo, el polietileno es difícil que sea descompuesto por estos organismos unicelulares porque se cree que no sirve de alimento para ellos. Introducir plástico en los tampones mejoró la experiencia menstrual para muchas mujeres por la suavidad y comodidad, pero intensificó la cultura del usar y tirar, condenando a las generaciones venideras a un círculo de consumo no reutilizable.
Al ser desechables, los tampones no pueden reciclarse, y terminan en vertederos, incineradoras o en ecosistemas terrestres y acuáticos porque un 80% son tirados por el retrete. Esto explica que sean el quinto plástico de un solo uso encontrado con más frecuencia en las playas, según datos del Parlamento Europeo. En una expedición en Reino Unido se recogieron nueve aplicadores por cada kilómetro de arena.
La escasez de estudios es la principal barrera para saber cuánta basura de productos menstruales hay en el planeta, y ni siquiera existe una categoría universal que los englobe. Estimaciones difundidas por la Universidad de Harvard señalan que solo en Estados Unidos se desperdician 20.000 millones de productos cada año. En comparación a los tampones, se cree que las toallas desechables dejan una huella mucho más nociva. Los procesos de fabricación y de tratamiento de residuos, donde intervienen el uso energético de combustibles fósiles, emisiones de carbono o grandes cantidades de agua también fallan en garantizar el bienestar ambiental.
Desde hace años existen alternativas reusables consideradas más rentables y sostenibles a largo plazo —la copa menstrual se perfila como la que más—, pero las grandes marcas, al poner el foco en lo desechable, han privado de esta información a muchas mujeres.
Para Escoda, es difícil que las compañías orgánicas se hagan un hueco en la industria: “No nos dejan hablar ni que nos encuentren”, explica. “Nos ha costado mucho entrar en un supermercado”. Por su parte, la comunicóloga Mireia Sabadell cree que a las marcas comerciales no les interesa promover el uso de productos amigables con el entorno porque no generaría ventas.
Es indispensable, dice Vendrell, que las escuelas incorporen en sus programas la educación menstrual para concientizar sobre el impacto que tiene utilizar un aplicador tres segundos para que luego “tarde siglos en degradarse”.
Las entrevistadas coinciden en que imponer alternativas biodegradables y eliminar de la noche a la mañana las que no lo son, como intentó en el pasado la Ciudad de México, sería un error. Frente a los índices de pobreza y analfabetismo menstrual, “cada quien debe poder decidir qué producto quiere o puede utilizar”, sostiene Anahí Rodríguez. Son las marcas las que deben garantizar que no sean perjudiciales a ningún nivel, sentencia.
La industria de tampones convencionales continúa expandiéndose bajo las mismas condiciones de opacidad informativa y laxa supervisión de los Gobiernos. Pero al mismo tiempo se está formando una visión global más crítica sobre lo que vende. Una visión basada en las experiencias de pacientes, usuarias y expertas que exigen poder utilizar cada mes productos de gestión menstrual que no comprometan su salud y el planeta.