La madre de un hijo con discapacidad: “Nadie presta cuidado al cuidador”
Aunque Colombia ha logrado avances en el reconocimiento del cuidado como derecho, faltan garantías para proteger a quienes lo hacen realidad

La expresión sonriente de Jenny Portilla no revela el tamaño de sus angustias, ni de su esfuerzo. Desde hace 18 años, cuando nació su hijo Felipe con autismo y síndrome de Down, su vida se volcó hacia el cuidado: atender las citas médicas, acompañarlo mientras se alimenta, vestirlo, asistirlo las 24 horas, todos los días. Todo eso, sumado a las tareas usuales del hogar. “Las madres cuidadoras somos profesionales sin título. Nos toca ser enfermeras, consejeras. Si uno tiene un niño con discapacidad y no sabe nada, toca aprender, así sea en internet, para darle una vida mejor”, cuenta en el comedor de su casa de Mochuelo Bajo, una zona periférica y empobrecida del sur de Bogotá. Según datos oficiales, en Colombia hay cerca de 7 millones de personas cuidadoras no remuneradas de tiempo completo, el 85% mujeres. Aunque el cuidado ha sido reconocido como un derecho para quien lo recibe y para quien lo presta, Portilla es una de tantas que continúan asumiendo todas las cargas emocionales, físicas y económicas asociadas a una labor todavía invisibilizada.
La madre de Felipe, que sostenía a otros cuatro hijos con el oficio de coser, sintió que empezaba a atravesar un desierto cuando tuvo que interponer tutelas para que el menor accediera a transfusiones de sangre y oxígeno, a una cirugía de hernia y otra de corazón a los pocos meses de nacido; solo la última costaba cerca de 25 millones de pesos (6.000 dólares). “Lloré dos años seguidos, mañana y tarde. Necesité psicólogo y psiquiatra. Con la ayuda de Dios y de los profesionales salí adelante, pero no podía pronunciar la palabra ‘Pipe’ porque lloraba”, recuerda. Cuando Felipe cumplió 5 años, su madre abrió en Ciudad Bolívar la fundación Los Ángeles de Pipe para orientar a otras cuidadoras o cuidadores y promover la inclusión de personas con discapacidad. Luego adoptó a otra menor con síndrome de Down, Diana, que a los 11 años quedó huérfana.

La fortaleza para continuar brotó de un amor incondicional. Esa ha sido su única certeza, su compañía segura ante la ausencia de apoyo estatal. Con las responsabilidades del cuidado enteramente sobre su espalda, tiene menos tiempo para los arreglos de ropa que le dan el sustento. Interrumpe por instantes las tareas domésticas para atender una pequeña tienda que abre en su casa como fuente adicional de rebusque. “Tengo escoliosis, dos hernias discales y un disco en la columna desviado por el esfuerzo. Traía telas en bus porque no podía pagar transporte en carro para mover esas bolsas tan pesadas”, cuenta.
En una sentencia reciente (la T-124 de 2025), la Corte Constitucional le dio la razón a Martha, otra madre de un hijo con discapacidad, que pedía a su Entidad Promotora de Salud EPS tener un cuidador permanente, pues no podía seguir ejerciendo la tarea en solitario por los problemas de salud y la falta de recursos económicos. La Corte ordenó una valoración integral que considerara sus condiciones. “El derecho al cuidado sólo se materializa plenamente cuando se garantiza también el bienestar de quien cuida”, definió el tribunal.
El magistrado ponente, Miguel Polo Rosero, explica la decisión. “El cuidado debe dejar de ser percibido solo como una actividad doméstica subordinada o una responsabilidad privada, pues es una manifestación esencial de la dignidad humana. Este derecho garantiza que toda persona que requiera apoyo —por razones de edad, enfermedad o discapacidad— reciba acompañamiento adecuado, continuo y digno; y, a la vez, que quien brinda ese cuidado tenga condiciones que le permitan hacerlo sin menoscabo de su salud, su autonomía o su proyecto de vida”.

Esto implica que la responsabilidad de la familia es primordial pero no ilimitada y que el Estado debe intervenir ante la sobrecarga, la insuficiencia de recursos, o cuando la provisión del cuidado exige competencias, recursos o apoyos que trascienden la esfera familiar. “Un cuidador fatigado, sin descanso o protección, no puede prestar un cuidado de calidad, lo que redunda en un círculo de vulneración de derechos”, enfatiza Polo Rosero, y expone que una de las dimensiones del derecho al cuidado es el derecho a cuidar. “El ejercicio del cuidado encuentra un límite constitucional claro: no puede implicar el sacrificio del proyecto de vida del cuidador, ni la negación de sus propios derechos. De ahí que proteger las labores de cuidado no sea solo una medida de apoyo, sino una exigencia derivada del contenido mismo del derecho”, remarca el magistrado.
Para hacer frente a los vacíos, el Gobierno ha diseñado una política nacional de cuidado que reconoce barreras para proteger a las personas cuidadoras. Natalia Moreno, directora de cuidado del Ministerio de la Igualdad, señala que la hoja de ruta compromete recursos por 26 billones de pesos (cerca de 7.000 millones de dólares) para la próxima década. “El objetivo es garantizar la dignidad de las personas cuidadoras, que ejercer el trabajo de cuidado no signifique quedarse atrás. Hoy una persona cuidadora queda desplazada de cualquier pretensión académica, de la posibilidad de generar ingresos, de salir de situaciones de pobreza, incluso de tener prácticas de autocuidado”, admite.
Las medidas contemplan la creación del perfil de la ocupación de cuidado para abrir rutas de formación y generar certificaciones de competencias que permitan formalizar el trabajo no remunerado. También pasan por priorizar a la población cuidadora para el desembolso del subsidio estatal de renta básica y por mejorar la oferta de actividades recreativas o de atención psicosocial. “Es una población que necesita hablar, que lleva muchos años encerrada en una casa cuidando a otra persona”, dice Moreno.
El Sistema Nacional de Cuidado articula estrategias con los gobiernos locales para expandir una red territorial de la que hasta ahora forman parte departamentos y ciudades de riqueza, como Antioquia, Valle, Boyacá, Manizales, Cúcuta o Bucaramanga. Bogotá ha sido pionera con las llamadas “Manzanas del Cuidado” que ofrecen alivio a cuidadoras como Portilla. “A veces uno no puede ni comer tranquilo, que la cita, que las terapias. Entonces voy y siento un respiro”, relata. El sistema también busca fortalecer a las organizaciones de cuidado comunitario en zonas apartadas y reconoce las prácticas propias de los pueblos étnicos. “La perspectiva del cuidado colectivo es uno de los grandes saltos”, resalta la directora Moreno.
En Colombia, las mujeres dedican, en promedio, 7 horas y 44 minutos diarios a las labores de cuidado no remunerado, más del doble de las 3 horas y 6 minutos que destinan los hombres, según la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo del Departamento Nacional de Estadísticas (Dane). El que ejerce Portilla, que cuida de un nieto mientras uno de sus hijos trabaja, supone apoyo para el resto de la familia. “Estamos frente a una economía invisible que sostiene a la visible. Si este trabajo se dejara de hacer, la economía formal colapsaría. De ahí la urgencia de contabilizar, visibilizar y retribuir este esfuerzo para desmontar la idea de que cuidar es “ayudar” y entenderlo como un pilar de nuestra economía. Si logramos que el cuidado sea un trabajo digno, compartido y reconocido, no solo reduciremos desigualdades, sino que abriremos oportunidades de innovación social, empleo y bienestar colectivo”, precisa Allison Benson, investigadora y directora de Reimaginemos, un proyecto que abre diálogos sobre desigualdad en Colombia.
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