Julieth Morales: “Desde chiquita tuve miedo de que si no aprendía a tejer me iban a silenciar en mi comunidad”
La artista misak llega a la Feria Internacional de Arte de Bogotá con la ‘Serie Gran Espíritu Femenino’, un desafío a la retórica indigenista del sistema del arte actual
“Lo que ustedes ven acá solo es un fragmento de lo que vivimos cada una en nuestros territorios”, advierte con voz clara, como casi todo en ella, firme y sutil. No se acaba de reponer del sopor de un viaje de diez horas en bus desde su casa en el departamento del Cauca, cuando atiende esta entrevista en la galería El Dorado del centro de Bogotá. Arropada por sus creaciones, Julieth Morales (Silvia, Cauca, 32 años) sonríe al recordarlo. La artista explica que participa en un plan del Gobierno centrado en dilucidar qué significa cultura en la heterogeneidad del país. Bebe un poco de té. Y aclara que las reuniones para celebrar la encuesta en su comunidad Misak dificultaron la planificación del traslado a la capital, donde interviene hasta el domingo en la mayor feria de arte contemporáneo de Colombia, ArtBo.
Así es como Julieth amalgama las tradiciones ancestrales de su territorio en telares que penden del techo como móviles. Collares que expelen olor a cuero quemado, videoinstalaciones, fotografías o serigrafías. Una de las palabras que más repite en su vocabulario es “contradicción”. Y no le faltan razones. Desde sus días como estudiante de artes plásticas en la centenaria Universidad del Cauca se debate entre un proceso de mestizaje cultural y la defensa de sus raíces. De una cosmogonía llena de rituales, símbolos o costumbres. Pero también de dolor, machismo y violencia. Realidades heredadas desde la colonización española y que a través de su proceso creativo intenta deshilvanar.
Pregunta. Usted habla de sus desencuentros con su comunidad en el Cauca. ¿De dónde surgen?
Respuesta. Tiene que ver con el reconocimiento de mi cuerpo. Cuando niña y adolescente nunca lo pude ver. No está bien visto. Y el hecho de que yo me hiciera una fotografía desnuda produjo un rechazo de mi comunidad y hasta de mi propia familia. Esto está relacionado con los actos de violencia que vivieron mi mamá, mi abuela, y casi todas las mujeres del territorio Misak, donde se habla de la mujer perezosa para describir a quien no está todo el tiempo en la huerta, cuidando el hogar, manteniendo el fuego encendido o cuidando a sus esposos.
P. ¿Qué ha cambiado desde su infancia?
R. En estos días, cuando nos sentamos con las comunidades a pensar en qué era cultura, empezamos justamente por ahí. Somos la base fundamental del territorio, pero no cumplimos ningún rol para los sabedores. Somos mujeres gobierno, con un conocimiento muy amplio que debe ser reconocido desde nosotras mismas.
P. ¿Cómo ha sido el impacto de este discurso rompedor de tantas ideas tradicionales?
R. También surgen contradicciones. En Occidente porque a lo mejor no soy suficientemente indígena o porque no soy lo suficientemente mestiza. Por eso tomé varios años en el proceso antes de participar en ferias como Artbo.
P. Su participación se da en un contexto de reivindicación de las culturas históricamente marginadas.
R. Sí, hay una preocupación evidente de los museos por reparar el olvido en el que mantuvieron a las comunidades indígenas, de revitalizar objetos que parece que hubieran perdido la vida en el momento en el que se trasladaron a estos lugares de exposición. Me parece que hay una evolución simbólica y, en ciertos casos, las comunidades empiezan a incidir en la estructura de las instituciones culturales.
P. Ha sido un proceso muy criticado.
R. Sí. Por eso nos ponemos de pie para dejar claro que nosotros no hacemos folclore. En ese sentido, desde el arte planteamos una vía de resistencia. En el 2015 llegamos en chiva a Artbo. Yo andaba por la feria con una ovejita negra que se llamaba Luisa. Eso fue premeditado, hacía referencia al Cauca, la oveja negra de Colombia que no permite el progreso. Para nuestra cultura, una oveja negra es, por el contrario, un animal muy valioso, que aporta la lana para tejer nuestras mochilas, que nos sostiene culturalmente. Pero la gente nos miraba como: “Ay, llegaron los indigenitas con ganas de hacer ruido y hacerse notar”. Es un mundo aún muy rígido, quizás encarcelado en una visión cuadriculada.
P. ¿En su obra siempre primó el mensaje político?
R. Yo creo que siempre he tratado de manifestarlo de forma frontal. Desde el cuerpo, como elemento fundamental en todos los territorios. La pregunta está abierta: ¿por qué las mujeres indígenas, en algunos casos, estamos sometidas desde pequeñas a desconocer el cuidado de nuestros cuerpos? En mi caso trato de responderlo desde la espiritualidad, desde nuestra cosmogonía, que es lo que nos define y nos propone un camino en forma de espiral cuyo centro es el cuidado de nuestros rituales.
P. ¿Qué representan las mujeres de su familia en su trabajo?
R. Mi abuela fue muy importante. Me heredó su conocimiento como una forma de protección. Es un recuerdo de afecto que se cristaliza en la comida, en la cocina. Ella decidió que no nos iba a enseñar a hablar el namtrik, nuestra lengua. También quería que recibiéramos una educación occidental. Quería que nos fuéramos. Eran decisiones llenas de miedo al dolor y la violencia que vivió. Y mi mamá también. Ella presenció en los años 90 la reivindicación de la memoria, de la recuperación de nuestros símbolos, nuestros tejidos. Y mis tías, que como la mayoría de mujeres en la comunidad, son madres solteras. Recuerdo sus historias cuando se tenían que esconder en el cebollar antes de que llegaran sus esposos a destruir la casa.
P. Ese parece ser el motor en la formación de su carácter.
R. Cuando era niña, en mi casa había una preocupación generalizada porque me gustaba mucho montar en bicicleta o jugar en la carretera. Me regañaban todo el tiempo; me decían ‘ya va a llegar su primer período y usted qué va a hacer’. Me castigaban porque no sabía cocinar y me amenazaban porque no tenía herramientas para defenderme cuando me juntara con un muchacho que, seguramente, me iba a maltratar y golpear. Por eso, desde muy chiquita tuve miedo de que si no aprendía a tejer me iban a silenciar en mi comunidad. A medida que fui creciendo, efectivamente me convertí en una mujer rebelde.
P. ¿Le ha dado vueltas a la situación de los indígenas Embera desplazados en el Parque Nacional?
R. Eso está relacionado con lo que hemos hablado: no se puede pensar que los Embera decidieron que les aburría estar en su territorio para venir a acampar en Bogotá. Hay que entender que, a medida que las ciudades van creciendo, las empresas extractivistas llegan con más intensidad a las zonas donde viven nuestras comunidades. Otras son azotadas por las guerrillas. Por eso, el proceso de reconocernos debe servir como tejido contras las políticas de marginalización y olvido de tantos gobiernos. Y por eso, en parte, desistí de mi idea de abandonar mi resguardo y hoy tengo mi taller y lugar de trabajo en Silvia.
P. ¿Cuál es la obra que le produce más satisfacción?
R. No sé. Creo que ha sido todo el proceso. Tardé mucho en entender que la carrera de arte en la universidad me dio la posibilidad de reconocerme. Yo no tenía claro por qué, ni para qué, había llegado a convertirme en una artista. En la entrevista de ingreso a la facultad preguntaban qué artistas de referencia conocíamos. Yo no tenía ni idea y pensé en copiar la respuesta de un compañerito que pasó primero y me dijo que había mencionado a Picasso. Pero luego pensé: ¿qué puedo decir de ese señor si no tengo ni idea quién es?
P. Le interesa entonces la evolución…
R. El propósito final es todo lo que uno va construyendo dentro del territorio. Lo que queda es parte del proceso. Al final, la herramienta más grande que he encontrado es la minga, la construcción de la memoria a través de la conversación. Esos son los instrumentos que utilizo para crear visualmente. Es parte de la esencia que trato de implementar como práctica en todas las obras.
P. ¿Cómo interpreta el derribo de la estatua del militar español Sebastián de Belalcázar en el morro de Tulcán, en Popayán?
R. Más que examinar sobre si está bien o mal, creo que debemos entender que viene de un sentido espiritual, de una consulta al territorio sobre qué es lo que necesita. Siento que fue una manifestación simbólica de reparación en un lugar de ofrenda ancestral. El monumento, además, es un símbolo de opresión sobre el cual se venía debatiendo desde muchas décadas antes del derribo. La figura de ese colonizador se tuvo que caer primero en nuestros pensamientos y en nuestros corazones. Justo este mes conmemoramos los cuatro años de un acto que también sirvió como manifestación simbólica de descolonización.
P. En esa ocasión se sintió la violencia.
R. Somos una comunidad que camina de forma pacífica, sin responder a la violencia que ya existe de sobra en nuestra región, pero creo que en este caso se necesitaba. Hay momentos que sirven como despertar. Por eso nos reunimos en el lugar, hace unas semanas, y llevamos bultos de barro amasado y repellamos el pedestal donde estuvo la estatua de la misma forma en que calentamos nuestras casas. Con boñiga, barro y paja para abrigar esa memoria, recordar que seguimos en un proceso, y darle vitalidad.
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