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Londres amenaza con usar la seguridad como arma negociadora con la UE

May notifica oficialmente el Brexit con una carta de seis folios al presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk

Guante de seda para un Brexit bronco. Londres ha notificado el miércoles, nueve meses después del referéndum, su salida de la UE, la primera ruptura europea en seis décadas. La primera ministra británica, Theresa May, ha hecho llegar al presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, la misiva de su puño y letra que activa el divorcio. La vajilla empieza a volar: en tono dulce, May deja claro que quiere un superacuerdo comercial “como nunca se ha visto antes” junto con la firma de los papeles del divorcio. Y amenaza con una suerte de chantaje: vincula su aportación en seguridad a las relaciones económicas entre europeos y británicos. La respuesta de Bruselas y Berlín ha sido rotunda: hay que intentar limitar los daños del Brexit, pero nada de negociar en paralelo. Y nada de amenazas: no a todo. Al menos para empezar.

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El 2 de agosto de 1914, Alemania declara la guerra a Rusia: el mejor escritor europeo de su generación —o de varias—, Franz Kafka, decide irse a nadar a la piscina. El 9 de noviembre de 1989, cae el muro de Berlín: una joven Angela Merkel cruza brevemente al Oeste, pero volverá enseguida a Berlín Este a tomar una sauna. La primera ministra británica, Theresa May, compareció ayer ante el Parlamento británico con el lenguaje pomposo de las grandes ocasiones. “Es un momento histórico, no hay vuelta atrás”, ha explicado. Pero a menudo la historia es antisolemne, antisentimental, irónica, irreverente: Reino Unido se ha convertido hoy miércoles, 29 de marzo de 2017, en el primer socio europeo que abandona la UE en 60 años —y puede que esa fecha tenga alguna vez el aroma inconfundible del inicio de una nueva era—, aunque lo que de veras ha destacado durante todo el día ha sido el primer rifirrafe de los muchos que vendrán en los dos próximos años de negociación. El Brexit será bronco, brusco, brutal: no hay divorcio fácil.

 “Sería un error muy costoso debilitar nuestra cooperación, que garantiza la prosperidad y la protección de nuestros ciudadanos”, ha atacado May en la misiva, en lo que Bruselas interpreta como una amenaza apenas velada. El chantaje, al cabo, ha sido la especialidad de May. Tras varios meses en silencio, la primera ministra aseguró en enero que “es mejor un no acuerdo que un mal acuerdo”, subrayó que su prioridad era controlar la inmigración y que para ello no le importaría perder acceso al mercado único, y amenazó a la UE al sugerir que si es preciso convertirá su país en el Singapur de Europa —un paraíso fiscal— para robarle su industria al continente. No consiguió gran cosa. Ahora corrige el tiro: la nueva estrategia llegó a Bruselas envuelta en un tono más amable, pero el fondo sigue siendo el mismo.

Esta vez, eso sí, May muerde donde más duele. Londres vincula en su notificación solemne del Brexit sus contribuciones en materia de seguridad, defensa y lucha contra el terrorismo —Reino Unido es una potencia en ese ámbito— con la posibilidad de lograr un buen acuerdo económico y comercial. En plata: quiere un pacto comercial muy beneficioso, y lo quiere ya, prácticamente a la vez que el acuerdo de divorcio. De lo contrario, desafía con dejar de cooperar contra el terrorismo.

La ministra del Interior británico, Amber Rudd, ha reforzado esa bravata al deslizar en Londres la posibilidad de que Reino Unido abandone Europol (la agencia policial de la Unión) después del Brexit. “Si nos vamos, nos llevaremos nuestra información con nosotros”, ha dicho. Eso dejaría a las fuerzas de seguridad europeas sin una fuente de datos fundamental.

La misiva habla sin rodeos de ese tipo de asuntos con el objetivo de lograr “un acuerdo de libre comercio más ambicioso que ningún otro”, que incluya sectores “cruciales”, como “los servicios financieros y la industria”, según la carta: la City y el automóvil, por ejemplo. Puede que eso acabe llegando, pero los socios europeos consideran que no es el momento. Antes hay que pactar la salida: el negociador jefe europeo, Michel Barnier, lleva meses subrayando que lo primero es negociar la factura (se habla de 60.000 millones), los derechos de los ciudadanos (1,2 millones de británicos viven en suelo europeo, y 3,3 millones de europeos en las islas) y las fronteras con Irlanda.

La respuesta europea no se ha hecho esperar: ha sido rotunda y unánime. Bruselas ha dicho no. El Parlamento Europeo ha zanjado el debate con una negativa en redondo: “La retirada ordenada —el divorcio— es una condición previa para cualquier acuerdo futuro: eso no es negociable”, ha afirmado su presidente, Antonio Tajani. Pero es Berlín quien ha remachado la respuesta europea con un nein memorable de la canciller Merkel: “Las negociaciones deben aclarar primero cómo vamos a deshacer nuestros vínculos actuales. Solo después podremos empezar a hablar de la futura relación”. Alemania, que flirteó con un Brexit suave para proteger sus intereses comerciales, ha endurecido su posición. Merkel ha destacado que pactar “no será fácil”, pero ha garantizado un approach “constructivo”. El resto de socios han mantenido la misma línea argumental.

Pero en la misiva hay también alguna concesión y, sobre todo, un tono más constructivo, que se pudo apreciar en la coreografía por parte del Ejecutivo británico. Ni rastro de los tres brexiteros, como se conoce popularmente al trío de ministros eurófobos —Boris Johnson, Liam Fox y David Davis—, cuyas carteras están directamente relacionadas con la redefinición del nuevo lugar de Reino Unido en el mundo. Los tres han sido sutilmente apartados del primer plano en beneficio del canciller del Exchequer, Philip Hammond, el ministro que más aboga por una ruptura suave.

Tras recibir la carta de manos del embajador británico, Tusk ha adoptado un tono solemne —“es un día triste para Europa”— y ha hecho en el Consejo un llamamiento a “limitar los daños” que causará el proceso. Esas palabras, prácticamente calcadas, figuran en la carta de May, quien en los últimos días ha suavizado su posición sobre el rechazo frontal a la Corte Europea de Justicia. En la misiva hace dos concesiones más. Una: acepta que entre el acuerdo de divorcio y el acuerdo comercial pueda haber un periodo transitorio, que bautizó como “periodo de implementación”. Y dos: admite que sus empresas tendrán que someterse a “las reglas europeas”, acordadas “en instituciones de las que Reino Unido ya no formará parte”.

Bruselas y Londres esperan acercar posturas más adelante, pese a que el arranque responda, en fin, al paradigma del Brexit duro. El impacto ha sido hasta ahora menor del esperado (apenas una caída de la libra, que encarece las importaciones y empobrece a la gente), pero si la incertidumbre se perpetúa los daños crecerán. “No hay que subestimar al adversario; menos aún a Reino Unido”, apunta Bruselas: Londres ha adoptado el divide y vencerás como divisa, y forcejea para atraer a sus posiciones tanto a los socios más afectados como a los empresarios, siempre reacios a los episodios de volatilidad asociados a la incertidumbre. Europa muestra una unidad poco frecuente en un club fracturado de este a oeste por la crisis migratoria y de norte a sur por la crisis del euro. Pero esto es solo el principio: si la historia es un género literario, el primer capítulo del Brexit no es más que una trifulca de un matrimonio mal avenido que, 43 años después, empieza a redactar el contrato de divorcio.

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