May desafía a Europa
El Gobierno británico apuesta por una negociación dura y sin concesiones
Que la activación ayer del abandono británico del proyecto de integración europea se produzca cuando todavía resuenan los ecos de las celebraciones del 60º aniversario de los Tratados de Roma es mucho más que una cruel ironía de la historia. Es la triste constatación de un fracaso que ha hecho realidad lo inconcebible hace apenas un par de años.
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No nos podemos llevar a engaño. Por mucho que ayer Theresa May insistiera en el Parlamento británico en que perseguirá una “relación profunda y especial” con la Unión Europea, la carta de seis folios firmada por ella misma y entregada ayer —con una incomprensible pompa por parte de Bruselas— al presidente del Consejo de la UE, Donald Tusk, significa de hecho la voluntad de romper con la relación profunda y especial que ya tenía Londres con el resto de Estados miembros de la Unión. Una relación construida durante los 44 años transcurridos desde que Reino Unido ingresara, por su propia voluntad y con un amplio respaldo popular, en la (entonces) Comunidad Económica Europea.
Lo único seguro que queda sobre el Brexit —que no ha hecho más que empezar — es la enseñanza de las nefastas consecuencias que tiene la estrategia demagógica de apelar a la voluntad de los votantes cuando uno es incapaz de afrontar las propias responsabilidades. David Cameron no se atrevió a afrontar la cuestión del papel que debía jugar Reino Unido en la construcción europea y convocó un apresurado referéndum en la creencia de que se convertiría en una victoria explotable a corto plazo y un cheque en blanco para obtener de Bruselas restricciones a la inmigración con las que aplacar a los populistas del UKIP liderados por Nigel Farage y los euroescépticos de su propio partido.
Queda aún un largo camino negociador para que culmine la salida de Reino Unido de la Unión. La carta de May activando el proceso de retirada ofrecía una buena oportunidad para encauzar la negociación de forma amistosa. Sin embargo, las amenazas veladas en cuanto a seguridad si no se llega a un acuerdo en los términos que Londres pretende y la calculada indefinición sobre los derechos de los ciudadanos de la UE residentes en Reino Unido, además de ser inaceptables, dejan claro que no estamos ante un “divorcio de terciopelo”.
Además, el hecho de que Londres pretenda vincular el proceso de desconexión con la negociación de una nueva relación, en contra de lo sostenido por Bruselas, que con toda lógica aspira a no mezclar ambos procesos, también augura una importante fuente de tensiones. Las negociaciones del Brexit arrancan pues sin acuerdo sobre qué se está negociando o cómo se va negociar y, a la vez, con una espada de Damocles pendiendo sobre los ciudadanos europeos y una inaceptable vinculación con la cooperación en materias de seguridad.
La imagen de una Europa burocrática, fría, artificial y alejada de los intereses de los ciudadanos ha sido —y es— un arma muy dañina en manos de políticos populistas seguidores del “cuanto peor, mejor”. Por eso, a este lado del Canal de la Mancha, los responsables de la Unión deberían tomar buena nota y defender, más que nunca, el sentido y viabilidad del proyecto puesto en pie por Robert Schumann, Konrad Adenauer y otros.
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