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“Estamos hartos, decimos basta ya”

Decenas de miles de mexicanos exigen a Peña Nieto que ponga coto a violencia tras la tragedia de Iguala

Miles de personas marchan por las calles del Distrito Federal
Miles de personas marchan por las calles del Distrito Federal SAÚL RUIZ

Era ya de noche en el Zócalo cuando un inmenso clamor recorrió la plaza por la que México ha visto pasar su historia. Al enfurecido grito de "¡vivos se los llevaron, vivos los queremos!", decenas de miles de personas unieron sus voces y también su dolor por la tragedia de los 43 normalistas. La petición de un retorno en el que ya casi nadie confía, con su mezcla de absurdo y esperanza, mostró en toda su crudeza el profundo malestar que embarga al país y que ha derivado en la mayor ola de protestas en años. Un sentimiento de insatisfacción y hartazgo contra la violencia que, desde la noche del 26 de septiembre en que los estudiantes de magisterio desaparecieron en Iguala (Guerrero), ha ido en aumento y que el jueves, justo coincidiendo con el aniversario de la Revolución Mexicana, alcanzó su cénit en el corazón de la Ciudad de México.

Convocados por los alumnos de la UNAM, la mayor universidad de Latinoamérica y alma histórica de la agitación en la capital, la multitud paralizó durante horas el centro de la megalópolis. La espina dorsal de la protesta, en contra de lo esperado, no la formaron los padres y compañeros de los normalistas, sino una multitud variopinta y transversal de ciudadanos movidos por la indignación. Divididos en tres columnas, salieron a media tarde de tres puntos cardinales de la ciudad: la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, el Ángel de la Independencia y el Monumento a la Revolución. En su avance fueron sumando miles de seguidores. La diversidad era enorme. A diferencia de manifestaciones anteriores, esta no solo atrajo a mucha más gente, sino también amplió el elenco social. Familias, ancianos, hipsters, intelectuales, profesionales… se sumaron a los estudiantes y activistas que hasta hace poco formaban el núcleo duro de la protesta.

“Aquí ha venido la clase media y eso es nuevo. Son los que pueden generar un cambio, organizar su indignación”, reflexionaba Víctor, un editor de 32 años. Abrigada con una bandera mexicana y protegiéndose de una ligera llovizna, Karen, de 25 años, estudiante de Psicología, compartía este pensamiento. “Estamos hartos de muchas cosas y decimos basta, esta concentración es un impulso para la lucha por el cambio”.

-¿Y realmente piensa que siguen vivos los normalistas?

-Están muertos, lo sabemos, pero cuando decimos que los queremos vivos, lo que pedimos es que no haya más desaparecidos.

La esperanza de una regeneración flotaba en el aire. Muchos de los que acudieron a la marcha lo hacían por primera vez. Durante semanas había acumulado su indignación y querían descargarla pacíficamente. “Mire, los esfuerzos de la sociedad civil siempre se han diluido, esta vez me gustaría creer que el Gobierno, viendo esto, va a reaccionar, sino todo irá a peor”, comentó Diego, músico de 38 años.

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La marcha culminó en El Zócalo. Allí, sobre un escenario, los familiares de los normalistas y sus compañeros de la Escuela de Ayotzinapa arengaron a la multitud. Su discurso, lleno de rabia, se negaba aceptar la muerte de los desaparecidos. Una y otra vez, exigían al Gobierno, entre los aplausos de la multitud, que los encontrasen. “No estamos cansados, estamos hartos”, gritaba un padre ante las decenas de miles de personas concentradas en la plaza. El gentío contestaba contando hasta 43. La enumeración, casi un cántico, daba cifra al dolor. Muchos de los presentes tenían la sensación de estar viviendo una jornada histórica.

En torno a las ocho de la tarde, ya noche cerrada, la manifestación empezó a diluirse. Durante toda la marcha, las fuerzas de seguridad habían permanecido a prudente distancia, sin intervenir, conscientes de que cualquier chispa podría hacer desencadenar un estallido.

El mayor temor de las autoridades radicaba en la posibilidad de un ataque al Palacio Nacional, cuyos muros dan al Zócalo. La quema de una puerta del edificio hace dos semanas a manos de grupos radicales daba sostén a este temor. El propio presidente de la República, Enrique Peña Nieto, lanzó el martes una dura advertencia contra el uso de la violencia y los ataques a espacios públicos: “Al amparo de la consternación social que hay por los hechos de dolor y de horror (...) hemos advertido movimientos de violencia que pareciera que respondieran a un interés general de generar desestabilización, desorden social y, sobre todo, de atentar contra el proyecto de nación que hemos venido impulsando”.

Acabada la manifestación, un grupo incontrolado sembró algunas hogueras frente al Palacio Nacional. El fuego desató la alarma policial. Cientos de agentes acordonaron la zona. El pulso lanzado por decenas de encapuchados, que trataban de acercarse al Palacio, devino en un enfrentamiento con los agentes. El forcejeo duró horas. Mientras miles de personas regresaban tranquilamente a sus casas, con la sensación de haber vivido un día para el recuerdo, a sus espaldas policías y radicales medían sus fuerzas. La violencia no se había extinguido.

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Sobre la firma

Jan Martínez Ahrens
Director de EL PAÍS-América. Fue director adjunto en Madrid y corresponsal jefe en EE UU y México. En 2017, el Club de Prensa Internacional le dio el premio al mejor corresponsal. Participó en Wikileaks, Los papeles de Guantánamo y Chinaleaks. Ldo. en Filosofía, máster en Periodismo y PDD por el IESE, fue alumno de García Márquez en FNPI.

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