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Tribuna
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La distorsión

La ciudadanía se ha convertido en público desde el momento en el que la velocidad de las nuevas tecnologías, especialmente las redes sociales, nos nubló el conocimiento. Así ha ocurrido con el PSOE, la secesión de Cataluña o la corrupción

Manuel Vilas
ENRIQUE FLORES

Puede que la palabra y el concepto que explique nuestro presente político y cultural sea la distorsión. Ante cualquier acontecimiento político las redes sociales desatan la euforia o la condena sin paliativos. Hace poco hemos visto cómo la victoria de Pedro Sánchez ha sido interpretada en clave emocional, como una victoria de David contra Goliat, como una victoria de la pureza frente al mal. Daba la sensación de que no hubiera diferencia entre la militancia del PSOE, que ha dado la victoria a Sánchez en unas primarias, y los 36 millones de españoles con derecho a voto. En eso ha consistido el sempiterno laberinto de Pedro Sánchez: la confusión entre el partido y los españoles. La confusión ilusionada es otra de nuestras más fervorosas pasiones, tal vez una pasión española. La victoria de Sánchez es una victoria distorsionada. En verdad, no ha ganado nada. Pero las redes se pusieron eufóricas y si no participas de esa euforia eres sospechoso de algo oscuro. ¿Por qué? No interesa la realidad, interesa una especie de distorsión de la realidad, que procede de una insatisfacción global, que se manifiesta en todos los órdenes de la vida.

Algo parecido ocurre en Cataluña y su viaje temperamental hacia la independencia. Tampoco allí hay reflexión de ningún tipo. Se evita, por ejemplo, el análisis económico en profundidad. Se trata de la preponderancia de lo visceral. Es la misma visceralidad que hizo que el americano de clase media votara a Donald Trump o el británico eligiera el adiós a Europa. No se requiere la presencia de los hechos, o saber si tal decisión nos hará más prósperos o más pobres. Porque los hechos son irreales o están manipulados u obedecen a intereses inconfesables. La política se ha hecho quirúrgica. La política busca la amputación. La victoria en las primarias de Pedro Sánchez ha sido traumática para su partido, ergo es buena. La independencia de Cataluña significará una cirugía a corazón abierto para los catalanes, ergo es buena.

Parece como si el concepto político de ciudadanía se desvanecería, como si la ciudadanía se hubiera convertido en público. No somos ciudadanos reflexivos. Somos público sediento de espectáculos radicales, quirúrgicos, eufóricos, viscerales. Necesitamos que la vida pública sea espectacular. Nos hemos aburrido de la tranquilidad de la democracia. O desconfiamos de la grisura técnica con que la democracia resuelve los problemas.

La visceralidad se ha adueñado del mundo. Porque la gente se aburre y está insatisfecha. Y la cultura se ha vaciado de significado. La filosofía, la literatura, el cine, la música, no atenúan un instinto fatídico de destrucción. Las humanidades están en crisis, es cierto, pero esa crisis no solo se evidencia en los pocos estudiantes que eligen carreras de letras, se evidencia mucho más en la ignorancia política y en los estragos que esa ignorancia producirá a corto plazo.

La confusión entre el partido y los españoles es el sempiterno laberinto de Pedro Sánchez

La distorsión de la realidad aparece en sociedades en las que ya no se cree en el trabajo, en la fuerza transformadora del trabajo, y eso está pasando aquí, en el mundo occidental, un mundo calentado por lo que podríamos llamar “el pensamiento de los cinco minutos”. Es el pensamiento caliente, fruto de la velocidad de las nuevas tecnologías. El mundo se ha hecho ininteligible, y lo ininteligible está reñido con la alegría. El mundo occidental son millones de automóviles por millones de autopistas dirigiéndose hacia nadie sabe dónde; miles de millones de guasaps enviados con mensajes ingrávidos y confusos, con emoticonos delirantes; aviones, aeropuertos, trenes, ciudades con circunvalaciones misteriosas e indescifrables. Los procesos económicos casi esconden secretos teológicos. Las leyes son impuntuales y no buscan la justicia sino el mantenimiento del privilegio a través de los tecnicismos vacuos. La proporción humana de la realidad ya no existe. Por eso queremos destruir también la proporción política de la realidad. Se desvanecieron las proporciones humanas.

Y así están España y los españoles, en un permanente estado de irrealidad política y de distorsión. Pero también pasa en Europa. Estamos viviendo un capitalismo nostálgico de otro capitalismo. Nostalgia del capitalismo del siglo XX, el que llegaba a todos, el que propiciaba el enriquecimiento de la clase media. Ese fue nuestro amado capitalismo: el que hizo del obrero un pequeño propietario. Porque la propiedad privada creaba alegría política.

La única salida del laberinto de la distorsión se llama crecimiento económico. Si un país genera riqueza, existe. Si hay riqueza, esta es susceptible de ser repartida de manera justa. De ahí la demagogia de ciertas posturas políticas que insisten en el reparto justo de la riqueza sin ayudar a crearla, y lo que es peor: sin saber ni remotamente cómo se crea la riqueza. Compartir con delicada equidad la miseria no parece algo muy atractivo para la inmensa mayoría. También aquí vivimos bajo la distorsión. El presidente del actual Gobierno, Mariano Rajoy, insiste en que España está creciendo por encima de la media europea. La mayoría de los partidos de la oposición lo niegan y afirman que España sigue metida en una oscura depresión económica. Ni siquiera podemos saber si el país está creciendo o no. Parece otro misterio teológico. La verdad es inaccesible. De modo que cada cual se construye su propia fenomenología de la verdad, y las redes sociales auspician ese refugio de las verdades privadas. A eso se le llama la posverdad: a una renuncia a la objetividad, porque la objetividad se ha hecho algo indeseable, se ha hecho aburrida. La verdad es aburrida. Y la posverdad ofrece el espectáculo de la irrealidad.

La visceralidad se ha adueñado del mundo porque la gente se aburre y está insatisfecha

El público tiene siempre razón. A la ciudadanía se le podía mostrar el error colectivo. Al público, no. Eso se ve muy bien en la deriva secesionista, en donde aún respira una nostalgia irracional, y por tanto distorsionada, del franquismo, lo que hace posible que los catalanes no secesionistas sean rápidamente catalogados desde la ignominia política. La secesión de Cataluña no tiene ciudadanía, tiene público. Incluso la corrupción también tiene público. No es un hecho objetivo. La corrupción de los futbolistas no conlleva la muerte social, como sí la conlleva la de los políticos. Porque otra vez actúa la distorsión. Porque el público manda. Porque el público nunca se equivoca, aunque dé el Gobierno a un partido ahíto de corrupción. Pero en qué momento la ciudadanía se convirtió en público. En el momento en que colectivamente renunciamos a la razón y en el momento en que la velocidad de las nuevas tecnologías, especialmente las redes sociales, nos nubló el conocimiento. La velocidad de las redes es enemiga de la razón. Pero sin razón es imposible la alegría. La primera baja de la distorsión es la alegría. No, no hay alegría en la vida actual. No hay alegría, porque no hay dinero. Y la impotencia de la política procede de su impericia para hacer crecer la riqueza. Porque en un sistema capitalista la riqueza lo es todo. Como no hay dinero, la gente se entretiene con juicios sumarísimos sobre la realidad. La sed de espectáculo alivia el hecho incuestionable de que nunca volveremos a crecer como lo hacíamos hace 20 años.

Manuel Vilas es escritor. Su último libro se titula América (Círculo de Tiza, 2017). Actualmente, es Obermann Fellow en la Universidad de Iowa.

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