El ego ciega tus ojos
El hemiciclo del Congreso de los Diputados se ha convertido en el plató de ‘performances’ diseñadas para los espectadores de televisión. La obsesión por el tono épico de algunos políticos corre el riesgo de desembocar en un esteticismo inane
Todavía quedarán bastantes que recuerden una hermosa melodía que interpretaba, por los lejanísimos años cincuenta del siglo pasado, un grupo vocal norteamericano que por aquí era conocido como Los Platters. La melodía se titulaba El humo ciega tus ojos y me ha venido a la cabeza al evocar una conversación que mantuve hace un cierto tiempo con Carlos Castilla del Pino.
Comentábamos, al finalizar una mesa redonda en la que ambos habíamos participado, hasta qué punto personajes del mundo de la política o de los negocios (el de la farándula y el de la cultura merecerían rancho aparte) a los que no hay forma de embaucar en una mesa de negociación, gentes que han acreditado una notoria capacidad para las más arteras maniobras y que han demostrado ser capaces de elaborar las más imaginativas envolventes, parecen quedarse sin defensas cuando entra en escena la adulación o cualquier otra forma de masajeo del ego, momento en el cual se comportan como unos genuinos incautos, cayendo rendidos ante semejantes caricias de la manera más escandalosa.
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A este respecto, Castilla del Pino señalaba, divertido, el ridículo braceo de Aznar en actos solemnes, su bochornoso saludo militar tras la gesta de Perejil o sus declaraciones en castellano con acento tejano como ejemplos de hasta qué punto alguien, a quien se le podrá calificar de cualquier manera menos como un alma cándida o como un ingenuo, perdía por completo el principio de realidad cuando se veía jaleado por una corte de aduladores.
De la conversación se cumplen ya unos cuantos años, pero nada hace pensar que lo que entonces creíamos describir haya variado por alguna circunstancia, como podría ser, por ejemplo, la irrupción de nuevos actores de la vida política que no cesan de alardear de que con ellos ha llegado una nueva manera de hacer las cosas en el espacio público. Por el contrario, la sensación que muchos ciudadanos transmiten cuando se les pregunta por esta cuestión es que la lógica de los comportamientos tanto de los recién llegados como de los que llevaban tiempo no solo no ha variado en lo más mínimo, sino que en algunos casos parece haberse reforzado.
Nuevos actores de la vida política alardean de que con ellos ha llegado otra forma de hacer las cosas
Ya sé que no constituye prueba contundente de nada, pero me reconocerán que sí representa un significativo indicador de que el asunto parece tener obsesionados a algunos el hecho de que hace escasas semanas el reproche que reiteradamente le dirigía un diputado al portavoz de un grupo parlamentario que había presentado no recuerdo qué iniciativa era que lo había hecho con el único propósito de, por decirlo con las propias palabras del diputado en cuestión, “chupar cámara”.
En el fondo, dichas palabras revelaban una preocupación por la visibilidad y, sobre todo, por el protagonismo que, a poco que se analice, nada tiene de extraña en tiempos de espectacularización de la política. En efecto, desde hace un par de legislaturas el hemiciclo del Congreso de los Diputados se ha visto convertido de manera inmisericorde en el plató en el que se llevan a cabo variadas performances diseñadas no para los presentes sino para los espectadores que, al poco, obtienen noticia de las mismas a través de la televisión. El mero aparecer parece haberse convertido para los promotores de tales espectáculos —en ocasiones auténticas coreografías— en un genuino fin en sí mismo.
Tal vez el problema de quienes así actúan sea la escasa atención que dispensan a un elemento que, incluso en la lógica del espectáculo, no cabe desatender. Me refiero al argumento de la obra (que, en el caso al que nos estamos refiriendo, vendría a ser la política en cuanto tal). Aunque quizá, para decirlo con un poco más de precisión, habría que matizar que no es que se desentiendan por completo del argumento, sino que únicamente les interesa como reclamo para capturar la atención del espectador.
Probablemente aquí resida una de las claves que hace comprensible su permanente opción por un específico tipo de relato en el que luego poder inscribirse como protagonistas. Me refiero al relato de la confrontación, a la estrategia permanente del antagonismo. Qué duda cabe de que, desde el punto de vista del atractivo de la narración, el conflicto le gana la partida al acuerdo o la confrontación al consenso, tan aburridos siempre los segundos. No es ahora el momento de entrar a analizar pormenorizadamente las causas de este desequilibrio, ni de entrar en el detalle de por qué el relato de la felicidad parece ayuno de sexy narrativo. En todo caso, no debería venirnos de nuevas: para los profesionales de la cosa es un lugar común que las buenas noticias no son noticia, de la misma manera que deberíamos recordar que los viejos cuentos finalizaban precisamente cuando terminaban las penalidades de los protagonistas, esto es, en el “fueron felices...”, o que, en fin, ya habíamos quedado advertidos por Tolstoi sin excusa (son las primeras palabras con las que se tropieza el lector de su Ana Karenina) de que “todas las familias felices se parecen unas a otras, mientras que cada familia desdichada lo es a su manera”.
Desde el punto de vista narrativo, el conflicto y la confrontación se imponen al acuerdo y el consenso
En todo caso, la obsesión por el tono épico en las intervenciones de este tipo de políticos tiene que ver, sin duda, con este que no decaiga narrativo. Pero ni la vida es una película (o una representación teatral), ni la política puede convertirse en una épica permanente, si no quiere correr el riesgo de desembocar en un esteticismo inane, que se limita a apelar constante y genéricamente a la necesidad de pasar a la práctica, que reivindica una y otra vez los hechos frente a las palabras, mientras se muestra por completo incapaz de presentar propuesta política alguna en concreto (no vaya a ser que los problemas se solucionen y la épica se quede sin objeto).
Siendo grave, lo peor de todo para quienes convierten el ser vistos en su objetivo primordial no es que la batalla que pretenden librar esté perdida de antemano. A fin de cuentas, el que se encuentra fuera del poder tiene que agitarse continuamente para aparecer, mientras que el que lo detenta, siempre expuesto, no necesita hacer nada (incluso cuando la política tenía argumento alguien que sabía de esto ya decía que lo que de veras desgasta no es el poder, sino la oposición, esto es, quedar fuera de foco). Lo realmente grave de aquellos es que, obsesionados por el protagonismo y jaleados sin descanso por los suyos, el ego termina nublando su vista y acaban haciendo cualquier cosa con tal de ocupar el centro del escenario.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados.
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