Silencio, por favor
Suiza es silenciosa; invierte mucho dinero en vías de ferrocarril que no chirrían y los ciudadanos detestan a quienes utilizan un soplador de hojas en vez de un rastrillo
Hace poco nos visitaron unos amigos españoles. Les enseñamos los encantos de Zúrich: el lago, el casco antiguo, las instalaciones para el blanqueo de dinero de la plaza Parade. Aunque les gustó, mostraron cierta inquietud: “Es bonito, sí. ¿Pero por qué hay tanto silencio en medio de la ciudad?”.
Nuestros visitantes tenían razón. Suiza es silenciosa. Invertimos mucho dinero en vías de ferrocarril que no chirrían y detestamos a quienes utilizan un soplador de hojas en vez de un rastrillo. Amamos nuestro silencio y lo imponemos sin titubeos. Después de adoptar medidas para moderar el tráfico en el centro de la ciudad, Basilea ha tenido que sustituir sus antiguos camiones de la basura, con motor de gasolina, porque ahora parecían demasiado ruidosos. Cada éxito en la lucha contra la contaminación acústica evidencia problemas nuevos.
Si una ciudad logra reducir algo su nivel de decibelios, otra la imita de inmediato: disfrutamos de esa sana competencia. Zúrich ha puesto a prueba hace poco camiones eléctricos para recoger la basura.
Pero la electrificación de los vehículos no lo es todo. También hay que ocuparse del pavimento. Incluso los triciclos eléctricos de los carteros, ejemplarmente silenciosos, producen un desagradable traqueteo sobre los adoquines. Lo más inteligente sería asfaltar por completo las ciudades suizas con un hormigón especial —ya se utiliza en muchas autovías del país— que aminora el ruido emitido por los neumáticos. Lo que no agradaría en absoluto a las organizaciones que velan por el patrimonio arquitectónico del país.
El Estado nación está recobrando su importancia, resurge con renovado esplendor. Las antiguas fronteras se consolidan, a los aduaneros se les provee de tampones frescos, incluso conquistas supraestatales como el derecho internacional se desmantelan.
La pasión suiza por el silencio no es un fenómeno urbano; se extiende también al mundo rural. Desde hace algunos años se acumulan las denuncias por el tintineo de los cencerros de las vacas, que privan de su descanso nocturno a los vecinos. Aunque la nación siga viéndose como un país de campesinos —lo que contradice todos los hechos conocidos—, en la vida cotidiana molesta el ruido de los animales. El argumento de los ganaderos de que sin los cencerros no conseguirían encontrar a sus vacas en medio de la niebla suena algo tosco en los tiempos del geoposicionamiento. Las sentencias no siempre muestran comprensión por las necesidades de tranquilidad de la población. En el cantón del Tesino, eso hizo que unos desconocidos se tomaran la justicia por su mano y robaran los cencerros durante la noche. Aunque los rateros quizá fueran defensores de los animales a los que el cencerreo que sufren estos les pareciera insalubre. Sea como fuere: los cencerros hacen demasiado ruido.
Como también lo hacen los campanarios: hay una organización que lucha, con creciente éxito, por silenciar entre las 22.00 y las 7.00 el repiqueteo religioso en el país.
La lista de la hipersensibilidad sonora suiza podría prolongarse a voluntad: el estruendo de los aviones, el barullo de las fiestas, el rugido de los coches deportivos... todo molesta. Junto con “no” y “nene caca”, probablemente la palabra que más veces se dirija a la descendencia sea “chist”. En cuanto a las alarmas antirrobo de los coches, que en otros lugares animan calles enteras, es frecuente que en Suiza no se instalen. No puede decirse de otro modo: el afán por atenuar los ruidos es una idiosincrasia nacional.
Este descubrimiento no es irrelevante, pues los tipismos nacionales son en estos momentos un bien escaso. El Estado nación, leemos por doquier, está recobrando su importancia, resurge con renovado esplendor. Las antiguas fronteras se consolidan, a los aduaneros se les provee de tampones frescos, incluso conquistas supraestatales como el derecho internacional se desmantelan. Una vuelta a lo claramente delimitado. Allá se las arregle cada cual.
Es comprensible, pues, que muchas naciones vuelvan a plantearse qué es lo que realmente las constituye como tales. ¿Qué seremos cuando resucitemos? Dinamarca elaboró en diciembre un inventario de sus valores nacionales, y en varios países de la Unión Europea se están compilando listas similares... también en Suiza. Aunque el país nunca ingresó en la UE, según sus políticos de derechas está demasiado imbricado en convenciones y sistemas jurídicos que le estorban. También Suiza, opinan, debe reencontrarse a sí misma.
Pero he aquí que Suiza está en una posición ventajosa. Ya sabe lo que es: silenciosa. Si vuelve el renacimiento de las naciones, estamos preparados.
David Hesse es redactor de Opinión en el Tages-Anzeiger y hasta 2015 fue su corresponsal en Washington.
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