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BULLYING
Tribuna
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El acoso escolar no es causa suficiente para que una joven se suicide

Toda conducta se explica a través de una combinación de múltiples variables y nunca de forma unicausal, pues somos seres de gran complejidad psíquica

Alumnos del Instituto de educación secundaria Claudio Moyano, en Zamora.
Alumnos del Instituto de educación secundaria Claudio Moyano, en Zamora.uly martin

El caso acontecido este jueves en Murcia, en el que una niña de 13 años se ha quitado la vida tras sufrir supuestamente bullying, ha puesto en la palestra, de nuevo, el acoso escolar. ¿Es este hecho suficiente causa para que un adolescente acabe con su vida?

El acoso escolar está detrás de un número sangrante de suicidios en niños y adolescentes. Hoy por hoy quitarse la vida representa la tercera causa de muerte en la población adolescente. Las cifras sobre acoso no dejan de aumentar así como sus formas de ejercerlo: ciberacoso y sexting. Esta última modalidad consiste en enviar imágenes o vídeos de contenido sexual a otras personas a fin de humillar y avergonzar a la víctima. Sin embargo, aunque las secuelas vitales del acoso son muy graves incluso en la edad adulta (depresión, ansiedad, mayor riesgo de abuso de alcohol y otros tóxicos, trastornos de alimentación y otras psicopatologías) no explica por sí solo el suicidio o intento de suicidio de un adolescente.

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Toda conducta humana puede explicarse a través de la interacción y combinación de múltiples variables y nunca de forma unicausal, pues somos seres de gran complejidad psíquica que al interaccionar con el entorno devenimos en una personalidad única y diferente. El acoso escolar es un factor de alto riesgo que probablemente actúa como detonante, pero es necesario apuntar que no es el único. Cuando un adolescente decide acabar con su vida como única salida a una situación angustiosa es porque otros recursos psíquicos y sociales no funcionan como debieran:

Estructuras de personalidad más vulnerables

No hay un estilo de personalidad suicida, si bien hay variables que aumentan la tendencia, tales como:

  • Impulsividad: baja tolerancia al estrés y a la frustración, que nos impulsa a actuar sin reflexión previa y en un estado de ánimo de relativa enajenación.
  • Pensamiento dicotómico: consiste en interpretar la realidad en términos absolutos, sin matices intermedios. Son los “todo”, “nada”, “siempre”, “nunca”.
  • Rigidez Cognitiva: es la incapacidad para adaptarnos al contexto encontrando soluciones alternativas o diferentes.
  • Perfeccionismo: creencia que sostiene que debemos tender a la perfección en todo. Se vuelve patológica cuando la creencia define que todo lo que no sea perfecto no es válido.
  • Sobregeneralización: con casos aislados, sacar conclusiones válidas para todo.
  • Percepción de baja autoeficacia: es la creencia de no ser capaz de afrontar una determinada situación ni encontrar recursos para ello. “No soy capaz”.
  • Modelos educativos parentales punitivos, autoritarios o negligentes.

Todas estas variables de personalidad son aprendidas según el modelo en el que fuimos educados, son habilidades emocionales con las que contamos o no en función de si nos las enseñaron. Aquellos modelos educativos autoritarios llenos de normas impuestas sin lugar a la negociación, que castigan cualquier transgresión de estas, que exigen a los hijos en función de sus propias expectativas, que no favorecen la comunicación puesto que parten del paradigma vertical de la familia cuyo valor máximo es la obediencia y el respeto unidireccional hacia arriba, que saben de antemano cuáles son las necesidades de sus hijos sin preguntar, los abanderados del “por tu bien”, son carne de cañón, ya que crecen sin recursos de afrontamiento dado que solo han sido entrenados en la sumisión y la obediencia. Son niños culpables y con tendencia a la depresión, con baja autoestima y escasas habilidades sociales.

Del otro lado, está el modelo permisivo, el cual adolece de autoridad en tanto son los deseos del niño los que conducen las decisiones, adolece de los límites imprescindibles para la convivencia y el bienestar de todos los miembros de la familia, son poco exigentes en cuanto a lo que el menor es capaz de hacer por sí mismo, lo que suele dar como resultado baja tolerancia a la frustración, impulsividad, poca persistencia en la tarea, cero nociones de corresponsabilidad, en definitiva, a la carencia de recursos de afrontamiento.

Modelos pedagógicos rígidos focalizados en lo académico y cognitivo, descuidando la parte emocional inherente al niño o adolescente. Estos modelos favorecen la aparición de la “indefensión aprendida”, a través de la cual el niño adquiere la creencia de que nada de lo que haga servirá para cambiar la realidad y por lo tanto dejará de intentarlo. Son modelos que favorecen de nuevo la sumisión y la obediencia ciega a la norma, anulando la personalidad diferenciada, el desarrollo del criterio propio, la capacidad de iniciativa, la búsqueda de resolución de problemas y erosionando la autoestima.

Comunicación bloqueada o inexistente con los padres. Esta es una variable fundamental porque contribuye de forma decisiva a la percepción de desamparo y soledad del adolescente en riesgo, además de que impide a los padres habilitar mecanismos de prevención, en tanto desconocen la realidad emocional de su hijo. Esta comunicación no puede establecerse en la adolescencia que es cuando el joven se “bate en retirada”, sino que tiene que haberse gestado y nutrido durante toda la vida del niño, creando una red de sostén, contención y apoyo que permita al adolescente sentir que no está solo ni desasistido en su angustia. Querer que un joven nos cuente lo que le está pasando cuando solo ha habido silencio o reprobación en los últimos 15 años es ingenuo además de imposible.

Escasa inteligencia emocional: Este concepto tan de moda en los últimos tiempos no es otra cosa que la capacidad para aprender y desarrollar habilidades emocionales de la manera más sana y adaptativa posible. Su carencia o pobreza conduce a un sujeto muy poco armado para resistir los reveses vitales, con poco conocimiento de sí mismo y de los otros y con un sistema de creencias repleto de distorsiones.

Baja autoestima y autoconcepto, resultado de todo lo anterior. La autoestima no es innata sino que nace de la forma en que somos tratados desde antes de nacer y a partir de ahí, del aprendizaje inconsciente de nuestro valor como personas frente a los otros. Es la base que nos sostiene y determina entre otras cosas, cuánta libertad tendremos a la hora de gestionar nuestra vida. Cuando la autoestima es frágil deriva en individuos cuyo guion de vida está destinado a la búsqueda de fuentes externas, tales como el reconocimiento profesional (más propio en los hombres) o el afecto a cualquier precio (más generalizado en mujeres).

La propia crisis de identidad de la adolescencia tambalea al joven en riesgo y si no cuenta con una base sólida sobre la que sujetarse, puede llevarle a sentir que estar vivo no tiene sentido pues no aporta valor alguno a los otros.

Como padres, tenemos una responsabilidad crucial a la hora de prevenir o intervenir si nuestro hijo es víctima de acoso, educando en el respeto a sí mismo y a los otros, que perciban las diferencias interindividuales como fuente de riqueza y desde la absoluta normalidad, hijos empáticos capaces de ponerse en el lugar de los demás, habilitar cada día los canales de comunicación que nos permitan conocer cuál es la realidad de nuestros hijos una vez que se distancian porque es la etapa necesaria para su desarrollo como adultos, siendo capaces de escuchar, de negociar, facilitar las oportunidades de sentirse competentes y capaces, ayudarles a gestionar sanamente el fracaso y el dolor.

Obviamente, no es la receta mágica que evitará que, en un mundo en crisis lleno de sujetos agresivos y frustrados, sean objeto de acoso, burla o humillación, pero sí les pertrechará de una armadura emocional que haga rebotar los ataques, sin fatales secuelas.

*Olga Carmona es psicóloga y directora del centro de psicología Ceibe.

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