Consumida Navidad
Uno de los rituales más importantes de la sociedad occidental ha devenido en una feria de compras. Es menester buscar otras rutas
Ya sabemos el cuento de todos los años: cuando se aproxima la Navidad, uno de los rituales señeros de la sociedad occidental, las calles se adornan, las tiendas bullen y la fiebre de compras se desata, junto con cierto talante culposo, que no es más que la contracara de una sociedad sumida en la obsesión por las cosas antes que atenta a las personas o a la espiritualidad.
En América Latina, la zona más desigual del mundo, el cóctel además viene con intensas campañas dirigidas a los más pobres, que siguen siendo legión, para ofrecerles chocolatadas, regalos, canastas con productos. Todo eso, en suma, que sus propios Estados no les ofrecen; ni a fin de año, ni otro día, porque en estas tierras los pesebres indigentes no tienen muchos derechos.
Pero las críticas a esta puesta en escena anual no deberían provenir, según mi laica y ecuménica opinión, solo del acervo católico, con frases tan trilladas que los curas bien intencionados repiten sin cesar, como aquella que proclama que hay que “rescatar el verdadero sentido de la Navidad”. En verdad, es la sociedad la que, en estas fechas febriles, muestra tener poco sentido. O escasa visión de la justicia, de la equidad, de los derechos humanos. Puede ser doloroso decirlo, pero es justamente en la Navidad cuando se hacen patentes muchos males de nuestra especie, como la inequidad global, o la pobreza fatal en países donde el desarrollo es esquivo. En naciones donde hay numerosas madres adolescentes, o niños de la calle sin amparo alguno.
Dar el salto desde la crítica religiosa a la social para encarar este trance anual que revela nuestras carencias, por encima de nuestros abrazos, resulta necesario. Si uno no entiende qué implica meterse en la rueda del consumo frenética de estos días, sin por lo menos alertas tempranas, siempre dará vueltas en el mismo sitio. Siempre se flagelará inútilmente hacia fin de año.
Jean Braudillard, un gran sociólogo contemporáneo, decía que “hay que vivir en inteligencia con el sistema y en revuelta contra sus consecuencias”. Probablemente la tentación inevitable de amontonar regalos sin parar puede ser desafiada a partir de ideas sugerentes como esta: saber que al comprar y comprar en exceso, estoy contribuyendo con lo que nos afecta a todos.
Estoy impactando a los ecosistemas y a otros seres humanos, además. No es un secreto para nadie que las grandes marcas de ropa, que suelen marketearse intensamente en estas fiestas, tienen fábricas en Bangladesh, en Sri Lanka, o en otros países, donde trabajan cientos o miles de obreros —y sobre todo obreras— que no gozan del producto de trabajo y casi se inmolan cosiendo.
Para fabricar un solo pantalón vaquero, de esos que acaso regalaremos cuidadosamente envueltos, se necesitan más de mil litros de agua. Para movilizarnos locamente en auto, en busca de cenas y regalos, usamos millones de litros de gasolina, con la consiguiente emisión de CO2, el principal gas de efecto invernadero. Para adornarnos de luces, desperdiciamos energía.
La Navidad debe ser una de las fiestas que mayor huella ecológica deja en el planeta
La Navidad debe ser una de las fiestas que mayor huella ecológica deja en el planeta, pero no nos importa. Creemos que tenemos que celebrarla así, sin darnos cuenta que hemos convertido el ritual en una fiesta del despilfarro y a veces del sinsentido. Buscar lo sagrado en medio de ese frenesí es tarea prácticamente de arqueólogos, o de verdaderos héroes ciudadanos.
¿Se puede hacer algo? Lo primero quizás es darse cuenta. No hacer la conexión entre el fervor consumista propio de fin de año, atizado por un Santa Claus que también ha perdido su origen verdadero en la noche de los tiempos, y las consecuencias es acaso un pecado, si lo ponemos en la lógica cristiana. De omisión y grave, porque implica no tener ojos para ver ni oídos para oír
Lo otro es resistir, como resistieron los cristianos iniciales las diversas amenazas. Los Herodes de este tiempo no matan niños (aunque, ojo, el trabajo esclavo sí acaba con vidas tempranas en algunos países), pero sí los capturan y los vuelven, desde pequeños, adictos a las compras. Sacar la cabeza y entender la relación entre la economía y la cultura es, por eso, un buen regalo.
Que uno mismo puede darse a partir de leer a autores como Frederic Jameson (que habla del “giro cultural”), o simplemente por intuición. Se puede hacer nuevos mapas cognitivos, sobre todo en la vorágine de estas fechas; se puede intercambiar presentes sin agotar el bolsillo ni entregarse al sistema. Se puede favorecer al artesano, al pequeño productor, y no a las marcas.
No parece exagerado afirmar que la era del libre mercado sin límites, sin regulaciones necesarias, ha vaciado a esta fiesta aún más, la ha empujado hacia el sinsentido que no curarán las proclamas culpositas. Si todo se compra y todo se vende, más que antes, la posibilidad de que nuestro ritual esencial, nuestra fiesta del perdón y la generosidad, se disuelva en un escaparate es latente.
Se puede favorecer al artesano, al pequeño productor, y no a las marcas
Un abrazo genuino, un regalo bien pensado (es curioso que, a veces, ni se sepa bien qué le gusta a una persona cuando se le compra algo), y hasta bien comprado (en circuitos alternativos donde todavía se puede avistar lo real y no lo insustancial), pueden conducirnos a otro territorio. Un acto de solidaridad con los desposeídos, que sea un comienzo y no un final, también.
En la comarca latinoamericana, donde lo cristiano es más vívido que en Europa, tal vez esta fiesta se recupera precisamente en los barrios pobres, en los pueblos modestos, en las villas rurales, en las ciudades de provincia donde el sincretismo con lo autóctono salva el sentido de lo sagrado. No es lo mismo una Navidad en los grandes malls que en los Andes, por ejemplo.
Allí siempre llegará un poco la marea consumista, aunque cierta luz se atisba entre la humildad. En su imaginario y en su práctica, muchos ciudadanos asumen la historia de un niño que nació pobre, en medio de una tormenta social, que cuando creció dijo algunas cosas memorables, que nunca se olvidaron. Y que sobre todo creía en la abundancia del espíritu y no de las cosas.
Ramiro Escobar es periodista, analista internacional y profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas y la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.
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