El error de Comey
La ambigüedad del director del FBI perjudica a Hillary Clinton

El director del FBI, James Comey, rompió varios precedentes al anunciar, el viernes, que se disponía a investigar unos correos electrónicos relacionados con la candidata demócrata Hillary Clinton. No es habitual que el FBI informe sobre investigaciones en curso. Tampoco lo es que intervenga en la campaña a unos días de las elecciones presidenciales en Estados Unidos.
Los correos aparecieron en el marco de una investigación al excongresista Anthony Weiner, marido de la mano derecha de la candidata demócrata, Huma Abedin, por enviar mensajes obscenos a una menor. Comey, en la carta que anunciaba el descubrimiento de los correos, precisaba que está por dilucidar si eran significativos. Nada se sabe de su contenido, pero el efecto inmediato ha sido colocar en el centro de la campaña el caso de los correos electrónicos enviados por Clinton desde un servidor privado cuando era secretaria de Estado.
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El candidato republicano, Donald Trump, ha descrito el supuesto manejo irregular de información clasificada en los emails de Clinton como un escándalo peor que el Watergate. Y se ha deshecho en elogios a Comey y al FBI, institución que hasta hace unos días situaba en la vasta conspiración corrupta que supuestamente pretendía hurtarle la victoria. Clinton, que defendía a las instituciones ante los ataques de su rival, cuestiona ahora el criterio del director del FBI y le exige que haga pública su información. No está sola. Responsables del Departamento de Justicia, entre ellos el ex fiscal general Eric Holder, se han sumado a las críticas.
Al publicar la nueva información, Comey actuó por un compromiso previo con el Congreso de transmitirles cualquier información nueva sobre el caso de los correos, que había dado por cerrado exonerando a Clinton. Si no hubiese informado a los congresistas hasta después de las elecciones, los republicanos le habría podido acusado de guardar información necesaria para los votantes con el fin de favorecer a los demócratas. Incluso les habría podido servir de argumento para intentar deslegitimar una victoria demócrata.
El caso de los emails persigue a Clinton desde que abandonó el Departamento de Estado y señaló que se presentaría a la Casa Blanca. Ha sido el instrumento predilecto de sus oponentes para retratarla como una política corrupta. Pero años de investigaciones no han demostrado que cometiese ninguna ilegalidad. Sí cometió un pecado de dejadez al enviar mensajes desde un correo privado en lugar del oficial, y pudo comprometer información confidencial. Pero no hay pruebas de nada más.
Comey seguramente debió informar al Congreso de las últimas evoluciones del asunto, como así hizo. El problema es la forma. La ambigüedad de su carta —lanza la piedra de una nueva investigación pero esconde la mano al admitir que ignora si los correos electrónicos son relevantes— arroja, sin pruebas, una sombra sobre Clinton. En vez de informar a los votantes, siembra más confusión y da pie a su uso espurio en vísperas de una elección decisiva para Estados Unidos y el mundo.
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