Últimos polvos
Ay, señor, líbranos si acaso de quienes nos aman, que de quienes nos dan lecciones de amor ya nos libramos nosotros
Mi abuela Gabina era analfabeta, diabética, anémica y asmática perdida, pero más lista que el hambre que pasó en la posguerra para darle de comer a su prole. La doña, porque doñísima era aunque no fuera bachillera, pasó sus últimos años yendo de casa en casa y de nuera en nuera con tres hatos de diario, el de los domingos, media docena de sostenes y bragas hasta la axila y la mortaja almidonada en la maletilla. Sí, la mortaja. Un sayón castaño oscuro que se cosió en cuanto se quedó viuda y se dispuso a vagar muerta en vida, como nos hipaba a los nietos mientras se ponía ciega a guirlache todas las Pascuas de Dios hasta que este le hizo caso y se la llevó con su hombre de su alma. Porque no quedará ni despojo, que si no, así estaría ella, la estoy viendo, más ancha que larga bajo tierra. Tan sencilla, curiosa y limpica como quiso pasar y pasó a mejor vida, cualquiera le llevaba la contraria.
No tantos años después, ay, mi padre, Ángel, el chico pequeño de la Gabina, expiró también ahogadito vivo al haber heredado su azúcar, su asma y su mala sangre. Lo que no heredó fue ni su fe ni su mando omnímodo sobre sus deudos. Dicho dejó que no quería novenas ni lápidas ni hostias. Que lo quemáramos y aventáramos sus cenizas por el cerro de La Mira para ver desde el éter los molinos del pueblo donde jugó de niño. Como si hubiera dicho misa, oye. Mi madre salió con que qué menos que un triste oficio en su recuerdo. Los amigos, con que qué menos que una triste cruz en su memoria. Así que hubo cura y responso y funerales cada año hasta que se fue mi madre, y hoy hay una cruz de cantos tallada por sus compadres en el lugar donde flotan sus últimos polvos, y todo está bien porque todos le queríamos hasta los tuétanos. Y ahora salta el Papa prohibiendo no sé qué honras a los difuntos. Ay, señor, líbranos si acaso de quienes nos aman, que de quienes nos dan lecciones de amor ya nos libramos nosotros.
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