Líder político perro, líder político gato
En la política actual todo se reduce a instinto animal. Los jefes de los partidos pueden dividirse entre canes y felinos. Y sus decisiones varían mucho según el collar
Escribía recientemente David Brooks que existen dos tipos de líderes: los perros y los gatos. Los primeros se meten de cabeza en el conflicto y hacen que las cosas sucedan y, si hay suerte, hasta cambien. Los segundos se alejan lo justo del problema y buscan el lugar exacto donde deben ejercer presión. El artículo de Brooks hacía referencia a un ensayo publicado por el periodista Jerry Goldberg en el que se analizaba la relación entre Barack Obama y su secretario de Estado, John Kerry.
El texto ponía de manifiesto cómo, incluso para los blandos estándares con los que medimos al tipo que no pudo ganarle unas elecciones a George W. Bush después de que este completara el peor mandato presidencial en la historia reciente de EE UU, resultaba que él era el perro, en cuanto al tema Sirio se refería, y Obama el gato. “Por eso tal vez ahora la gente parece tan atraída por gente como Donald Trump o Bernie Sanders, tipos que prometen, sin perspectiva alguna, tener la capacidad para cambiarlo todo”, remataba Brooks. Obama, como buen líder gato, jamás olvidó que en EE UU cada año mueren más personas al caerse en la ducha que por ataques terroristas.
En el campo de la política, la evolución del liderazgo tiene bastante que ver con la teoría del péndulo. Así, al gato Obama es muy probable que le suceda un perro de presa, del mismo modo que a otro sabio felino, Franklyn Delano Roosevelt, le siguió un bonachón pero nada ponderado Harry Truman (soltó dos bombas nucleares sobre Japón con el fin de acabar con la II Guerra Mundial por la vía rápida, ese hueso se le estaba atragantando).
Al omnipresente y para algunos incluso omnipotente Fidel Castro, un perro grande, le sucedió su hermano, Raúl, un gato tan gato que nadie sabe aún si realmente pertenece a esa especie. Tras la paciencia gatuna de Mandela, llegó Thabo Mbeki, un perro patoso pero terco que, a pesar de descubrirse que había conspirado en el seno del CNA para hacerse con el poder, terminó haciéndose con él. Incluso en Corea del Norte, al gran cineasta gato Kim Jong-Il le sucedió un perro –como todos, daltónico– llamado Kim Jong-Un. “Los estudios sobre liderazgo se han centrado mucho en cuestiones prácticas y de carácter del líder y han dejado de lado el elemento contextual”, informa Scott Taylor, jefe de estudios de liderazgo y organización en la Universidad de Birmingham.
“Los cambios de liderazgo y del perfil de los líderes tienen que ver con los cambios de realidad. Los mejores líderes son los que cambian la realidad, pero eso sucede mucho menos”. Taylor entiende que el liderazgo en lo político es distinto al que se aplica a la hora de estudiar el tema en el mundo de la empresa, pero advierte de que esta disociación puede anularse en los próximos tiempos. “Cada vez que un líder empresarial entra en política, acerca un poco las normas del liderazgo en este terreno al corporativo. Los empresarios que se meten en política lo hacen con las reglas de la empresa a cuestas”. El caso más extremo de esta lógica lo representa Donald Trump.
Brian Beutler, editor de la revista política The New Republic, se pregunta qué sucederá una vez un depredador como este millonario termine la campaña. La duda no es qué barbaridades puede acometer si gana, sino si realmente tendrá ganas de hacer nada en el caso de triunfar. “Trump es un líder depredador. Se mueve por la codicia. En el caso de que logre el asiento en el Despacho Oval es muy probable que pierda inmediatamente el interés. Este tipo de actitud es un riesgo que no creo que el Partido Republicano pueda permitirse. Trump ofrece un liderazgo disfuncional, capaz de movilizar a las masas en campaña y de vaciar de seguidores al Partido Republicano tras las elecciones”. El éxito de Trump depende de cuánta gente a la que le importa un pimiento la política pueda lograr movilizar para que le vote.
Gane o pierda el millonario las elecciones en noviembre, la aparatosidad y la estridencia con la que ha caminado hasta hoy ya es suficiente para que las cosas se agiten. Puede provocar una reformulación en el seno de su partido y también puede terminar de sepultar la escuela emocional de liderazgo, que ha sido casi hegemónica en tiempos recientes. Es una escuela en esencia maquiavélica, pero que se presenta como empática. La del palo y la zanahoria. La del jefe enrollado. El mundo como un lugar justo.
El caso más dramático del aparente éxito de esta escuela de pensamiento lo representa el CEO de una de las grandes fabricantes de automóviles de Detroit. El tipo fue nombrado en 2006 y lo primero que hizo fue pedir bajar a la planta de fabricación. Quería tener contacto directo con los operarios. Luego instauró un sistema horizontal de toma de decisiones, reuniones en las que todos debían decir lo que pensaban –como en Alguien voló sobre el nido del cuco, pero con miles de empleos en juego– y apoyar a sus colegas en vez de ver las flaquezas de las propuestas de los otros. Culminó su descenso a los infiernos –donde la máquina tragadiscos sólo tiene una canción y esa es Cumbayá– cuando en un encuentro de ejecutivos el presidente de la firma en EE UU le informó de que el nuevo modelo que la casa debía lanzar iba a retrasarse.
Aquel ejercicio el gigante había perdido 18.000 millones de dólares. La respuesta del CEO a la noticia fue aplaudir y exclamar: “¡Eso nos da una visibilidad maravillosa!”. A renglón seguido se dirigió al portador de la noticia y le recordó: “Tú no eres el problema, tú tienes un problema”. La empresa, como todas las de su sector, es tan empática y comprensiva que obviaremos dar su nombre real no sea que suframos las consecuencias de su liderazgo emocional.
“Toda esta literatura de autoayuda, todas esas biografías de empresarios exitosos perpetúan esta idea de que el mundo es un lugar justo”, apunta Michael Chang Wenderoth, de Harvard Business Review y una de las voces que con más virulencia han denunciado la gran mentira del líder empático. “Todos los CEO’s del mundo reescriben su historia y le añaden tonos suaves en vez de explicar cómo realmente han manipulado políticamente a sus colegas para llegar hasta la cima. Utilizar la emoción significa manipular, y todos lo hacen, pero lo presentan como si empatizaran”.
El liderazgo empresarial y político son distintos, pues, pero tienen muchos elementos en común. Y la empatía y la emoción son accesorias y falsas, pero consustanciales al ser humano. Va a ser complicado extirparlas como parece desear Chang. Por ejemplo, la lista de hombres más ricos de la revista Forbes coincide en sólo algunos nombres con la de líderes empresariales más relevantes. Warren Buffett o Jeff Bezos pueden repetir en ambas, pero sólo alguien que vive muy alejado de la realidad aún confiaría en las capacidades para provocar un cambio de paradigma a mejor de Richard Branson o Rupert Murdoch. Lo mismo con la política.
Durante muchos años, la más valorada en este país fue Rosa Díez. Hasta el punto de que ella misma llegó a creerse que podía ser presidenta del Gobierno. El valor que se le da a un político es pura emoción. El voto, en cambio, es una receta en la que se incluyen bastantes más ingredientes. En las últimas elecciones, UPyD logró menos votos que el Partido Animalista. “En la actualidad, el 40% de los negocios fracasan”, informa Hadi Colakoglu, experto en liderazgo y autor del libro Be the leader of your projects (Sé el líder de tus proyectos). “El mundo necesita mejores gestores, tanto en la empresa como en la política. Necesitamos buenos líderes ahora más que nunca”. Buenos perros o buenos gatos. No importa mientras sean buenos en lo suyo, y esto, más que ser buenas mascotas, consiste en ser dignos de su especie.
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