Unos tanto y otros tan poco
Es lógico que quienes viven lampando y son fiscalizados con tanto celo se sientan maltratados
El patriotismo se nota en la declaración de Hacienda. La frase no es mía, sino de mi padre, y ya ha sido citada, no por mí que, algo desconsiderada como todas las hijas, tendía a desconectar cuando en la sobremesa mi progenitor la emprendía con su tema favorito, la corrupción. La frase la suele citar con frecuencia el yerno, que admiraba esos aforismos que, aún relacionados siempre con el oficio de contable, contenían algunas ideas sobre la decencia que tal vez hubieran debido incluirse en esa asignatura que nunca fue, la de Educación para la Ciudadanía. Es irónico que el Partido Popular no permitiera que prosperara, cuando deberían haber sido los primeros interesados en asistir a un curso intensivo en una escuela de adultos.
La declaración de Hacienda. Madre mía, lo que esos documentos contienen y cuentan de nosotros. La vida escrita en números. Esta semana se ha hecho evidente a lo bestia la paradoja española: al mismo tiempo en que la web de la Agencia Tributaria se bloqueaba por la entrada masiva de españoles que intentaban cumplimentar su declaración, se hacía pública la lista de personajes que a lo largo y ancho de este mundo han estado creando sociedades ficticias con el único fin de eludir los impuestos en la patria que dicen amar o representar. Entre los ciudadanos que trataban de entrar en la página del ministerio recaudador se encontraban tecleando muchos jóvenes que, a pesar de ganar unos sueldos ridículos, son vigilados a conciencia por los inspectores. Si encima se trata de pobres autónomos, precisan para colmo de la ayuda de un asesor fiscal para que les diga cómo tienen que gestionar los cuatro euros que ganan. Es lógico que eso cree un resentimiento. Lógico y previsible que quienes viven lampando y son fiscalizados con tanto celo se sientan maltratados. En España, en donde tan hipócrita relación se ha tenido siempre con el dinero, hasta el punto de negar u ocultar que se tiene cuando se tiene, estas injusticias que claman al cielo han generado un clima de rencor social, que tardará tiempo en despejarse si es que alguna vez amaina. La prensa ha jugado bien su partida sacando a la luz estos papeles, pero también se ha amarilleado a conciencia, haciendo hincapié en los nombres de personas conocidas que dan color al escándalo. Cuentan los medios con que hay una vara diferente de medir a unos y a otros de los que integran esas listas. Si el que se vale de trucos para no pagar impuestos en su país es un futbolista nadie le va a negar el aplauso por un gol. Imposible imaginar que desde las gradas de un estadio se abuchee a una estrella del balón por hacer trampas fiscales. En cuanto a los Putin, los Cameron y demás familia todo queda o quedará en la abstracción inalcanzable de los poderosos. El escándalo pasará por ellos como un vendaval. Luego la calma. ¿Alguien se imagina a Putin dimitiendo por este asuntillo? ¿Alguien sabrá verdaderamente cuánto dinero afanan? Las dimisiones solo ocurren en Islandia. Aquí, en España, estamos acostumbrados a que la corrupción no mueva la intención de voto. Puestos a ponernos farrucos nos desahogamos con la gente de la cultura, a la que consideramos que, en el fondo, está donde está por el morro. No disculpo a nadie, ni tampoco juzgo, porque de momento hay un amasijo de nombres y de responsabilidades muy diferentes, pero presiente una más saña con ciertos personajes que con otros. También es cierto que en los noventa, década en la que el dinero circulaba como si no hubiera un mañana, a aquel que ganaba más que la media enseguida les salían expertos, asesores, profesionales de las finanzas que aconsejaban trampas; una legión de cuñados que te venían a susurrar al oído que mientras tú pagabas impuestos otros los estaban derivando a… En fin.
Pero hay algo si cabe más inquietante que ese rencor social, que al final se acaba ejerciendo hacia cualquiera al que le vayan bien las cosas en la vida, y es el discurso catastrofista, el que viene a decir que todo es una mierda, que todo está podrido, que todas las democracias son una farsa. En mi opinión, ese discurso es la cerillita, pequeña pero eficaz, que prende la hojarasca. Una manera de reclamar la presencia de un salvapatrias que, con mano de hierro, venga a salvarnos de esta degeneración y nos obligue a ser decentes por decreto. Como si en las dictaduras no hubiera corrupción y esto fuera un problema endémico del sistema democrático. ¡Anda que no se robaba cuando entonces!
Y a todo esto doña Pilar, sacando los dineros del Reino en el que es Infanta. Acaba una por pensar que el Rey, el de ahora, habría crecido más a salvo en una familia de acogida.
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