Lula caído
El desarrollo económico, por mucho que acabe con la pobreza, no justifica la corrupción
Hasta hace unas semanas, Lula era un icono global. Su trayectoria personal y la del Brasil que presidió entre 2003 y 2010 corrían tan en paralelo que era difícil no confundir una con otra. Porque la historia de lo logrado por aquel niño que no conoció el pan hasta los siete años y la de un país como Brasil, que de líder en pobreza y desigualdad consiguió convertirse en referente del Sur, encajan como un guante en una mano.
Gestionar esa fusión de biografía e historiografía no debe haber sido fácil, máxime cuando su salida del poder no coincidió con una gran crisis económica o institucional, sino con el punto más alto de su éxito. Lula no sólo dejó la presidencia después de haber logrado sacar de la pobreza a más de 30 millones de personas sino capitaneando una economía que crecía al 7,5% y liderando el Sur emergente contra el viejo y anquilosado Occidente. Su final de mandato no pudo ser más apoteósico: Brasil ganaba la sede de los Juegos Olímpicos y Lula entraba en el Olimpo de la izquierda.
Hoy, el Brasil de su sucesora, Dilma Rousseff, decrece al 3,8% en medio de un brutal escándalo de corrupción, un conflicto entre el poder ejecutivo y la judicatura y una amenaza de choque con el poder legislativo a costa del proceso de destitución de la presidenta que hacen preguntarse a muchos brasileños si aquel milagro económico y social no se asentaba en unos pies de barro institucionales. Entristece la reacción de Lula al cuestionamiento de su figura, confundiendo su persona y las instituciones de su país y empeñándose en situarse por encima de ellas. El Lula cuyo origen humilde siempre le permitió ver más lejos que nadie parece hoy desorientado, sin nadie que le cuente la verdad sobre su caída.
Con todo, la caída del ángel Lula significa que hay un nuevo Brasil abriéndose camino: un país donde la legitimación carismática del liderazgo no se antepone a la separación de poderes, esencial para la estabilidad de las instituciones, y donde el desarrollo económico, por mucho que acabe con la pobreza, no justifica la corrupción. Una historia tan brasileña como global que seguro les suena muy familiar. @jitorreblanca
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