Estampas de infamia en la plaza Mayor
¿Por qué la policía no detuvo a la patulea de torturadores psicológicos de las tres mendigas para aplicarles las leyes en contra del odio racial?
Una recua de seguidores del PSV holandés ofreció el martes un espectáculo repulsivo en la plaza Mayor de Madrid. La recua (es el calificativo más técnico que merecen: “Conjunto de animales de carga”) humilló a tres pedigüeñas inmigrantes arrojándoles monedas de cinco céntimos al suelo mientras jaleaban alborozados cuando las indigentes se arrastraban buscando la chatarra. Quemaron además billetes delante de ellas, hocicándose en la miseria de las injuriadas; se burlaron de la incapacidad de las mendigas para ejecutar volatines y piruetas que los ágiles mocetones les proponían a cambio de calderilla; y, en fin, les rebuznaron cánticos tan edificantes como “no crucéis la frontera”, como si fueran aguerridos entusiastas del Ku Klux Klan. Son ellos los que no debieron cruzar ni la frontera ni los límites elementales de la dignidad. Cuando algunos transeúntes les recordaron la vileza de su comportamiento, contestaron con abucheos y jolgorios de rebaño.
Ahora se entienden algunos comportamientos hacia los refugiados e inmigrantes en general que muestran algunos países europeos. La bellaquería de los aficionados holandeses puede interpretarse como la exposición sin filtrar de lo que piensan aquellos gobernantes que, en respuesta quizá de los vientos que soplan en sus países respectivos, se han apresurado a pagar “lo que haga falta” por tener a los refugiados enclaustrados más allá de la frontera turca. El miserable episodio de la plaza Mayor no es achacable a las pasiones que desata el fútbol (varios seguidores fueron detenidos por actos vandálicos después de que su equipo fuera eliminado por el Atlético de Madrid) ni a la inconsciencia juvenil; es el recuelo mugriento de una ideología que desprecia a los pobres y considera el bienestar europeo como un mérito innato de la raza.
Tampoco puede ser despachado sin más como “un comportamiento minoritario”; ya se supone que, por pura estadística, no todos los seguidores del PSV se comportan como racistas aficionados a la humillación ni todos los holandeses escupen sobre el lumpemproletariado. La singularidad de este caso es que se detecta, además de violencia, ánimo denigratorio. Grupos sociales minoritarios, pero cada día más amplios de varios países europeos, incluida España, aparecen infectados por el ébola del desprecio hacia el inmigrante pobre; el rechazo despectivo se considera como algo natural. Como efecto de esta infección, empiezan a desaparecer las barreras entre el pensar como un pollino y el actuar como un matón cargado de cerveza barata.
No se entiende por qué la policía no detuvo a la patulea de torturadores psicológicos para aplicar las leyes en contra del odio racial y de la violencia —que existen—. Quizá mediaron otras razones tácticas de mayor relevancia en ese momento; quizá no midieron el alcance de las injurias inferidas. La justicia española y el Consejo Superior de Deportes harían lo correcto reclamando un procedimiento legal contra la recua de ofensores. El vídeo de la infamia dará la vuelta al mundo y sería deseable que a la injuria no se sume la impunidad.
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