Un precio excesivo
Es positivo que Reino Unido siga en la UE, pero no a costa de sus principios
Mantener a Reino Unido integrado en la Unión Europea es un buen objetivo para los europeos. Por eso es legítimo y conveniente que todos sumen esfuerzos para asegurar ese fin. Incluso renunciando a recordar a su Gobierno que solo él se ha internado en el barullo que (aún) puede desembocar en su exclusión. En efecto, fue Londres quien más presionó en favor de la rápida integración de los candidatos de Europa del Este, esperando que un mercado más amplio diluyera su articulación; fue Londres quien declinó aplicar a los emigrantes de esos países el período transitorio acordado de siete años y después se tropezó con un flujo de trabajadores que aumentó su riqueza pero excitó a los xenófobos; fue Londres quien se excluyó del euro, y del Tratado fiscal, y luego se quejó de que su centro financiero podía quedar relegado.
Conviene hoy disculpar todo eso como se disculpa al hijo pródigo, pero sin olvidar que desde su acceso al entonces Mercado Común, Reino Unido ha sido un socio receloso, refractario e incómodo. Aunque también estricto y fiable cumplidor de sus compromisos. Más vale subrayar sus contribuciones al conjunto, nada despreciables: su añeja tradición democrática y parlamentaria, su especial relación con el superpoder de EE UU, su capacidad militar, su pragmatismo y habilidad negociadora y sus cualidades financieras.
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De modo que la actitud de acogida desplegada por los Veintiocho en su reciente cumbre fue adecuada. Porque, además, nada le conviene menos a Europa en situación de incertidumbre económica mundial, tensión militar en el Mediterráneo y sensación global de desgobierno que perder a uno de sus socios más acreditados.
Ahora bien, una cosa es la disposición generosa de ánimo, y otra muy distinta el altísimo e injustificado precio pagado por la permanencia del díscolo socio. Que ni siquiera queda garantizada, a la vista de las reacciones de algunos connotados euroescépticos, en algún caso próximos al propio primer ministro, David Cameron. El precio es excesivo porque no solo consta de excepciones otorgadas a un país sino que son eventualmente extensibles a otros, en perjuicio de la cohesión del grupo; es abrumador porque retuerce las normas jurídicas fundamentales de la UE —los Tratados— por la puerta falsa de una interpretación confusa y oportunista. Y además carente de competencias, pues no parecen tenerlas los Gobiernos en el formato de acuerdo intergubernamental informal, en vez de institución: Consejo Europeo o CIG (Conferencia Intergubernamental).
Y es desproporcionado porque pone en cuestión, aunque sea de forma acotada, principios básicos comunitarios como la libre circulación de trabajadores y la no discriminación por razón de nacionalidad: más valía darles en limosna los 30 (o 70) millones de libras que les cuestan las ayudas a los hijos de emigrantes que ceder en los fundamentos profundos de la Unión.
Haga honor Cameron en buena hora a tanto sacrificio y saque adelante su referéndum. Tiempo habrá de que, una vez obtenido el premio a su coacción, las instituciones, el Consejo de Ministros, el Parlamento y el tribunal recompongan los excesos de los gobernantes y recuperen los valores que estos nunca debieron subastar.
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