Los antihéroes de la nueva arquitectura
Esta es la historia de una pareja de noruegos que decidieron dar un nuevo sentido a su profesión trabajando en pequeños proyectos Llevan ya una década creando exitosas obras que reducen las necesidades a lo esencial
“Para hacer cosas que te satisfagan tienes que estar dispuesto a estar incómodo. Para ser un buen arquitecto no puede uno quedarse dormido, se ha de tener hambre, obsesión. Uno ha de querer serlo hasta el dolor”. El arquitecto noruego Andreas G. Gjertsen (Trondheim, 1981) habla con la misma pasión que empleaban los arquitectos modernos de los años treinta –dispuestos a renunciar a ciertos trabajos con tal de no embrutecer sus diseños–. Sin embargo, él y su socio de origen iraní Yashar Hanstad (Teherán, 1982) representan lo contrario: buscan un sentido más social que estético para sus edificios.
La historia de estos dos proyectistas se remonta al tiempo en que se conocieron estudiando Arquitectura en Trondheim, la ciudad donde viven. Su primer encargo fue una sala de fiestas para su universidad, “básicamente un recinto para tener a los estudiantes controlados cuando bebían”, explica Gjertsen. Ese primer trabajo ha sido su proyecto más caro hasta la fecha. Gastaron 150.000 euros en un edificio que era bonito y funcionaba, pero que les dejó una profunda insatisfacción. ¿Para eso servía la arquitectura? Su siguiente proyecto nació de ese desencanto. Y tras este, todos los demás trataron de evitar la decepción. La muestra Tyin Tegnestue in detail –abierta en el Musac de León hasta el 7 de febrero– explica una década de edificios realizados con lo que encontraban a mano y con la ambición de llegar donde la arquitectura rara vez llega: hasta los más necesitados.
Andreas Gjertsen asegura que su socio, Hanstad, de padre noruego y madre iraní, es más noruego que él. “Llegó aquí siendo un niño y hoy esquía, cosa que yo no hago”, bromea. A Andreas le gusta recordar que su país era el más pobre de Europa hasta finales del siglo XIX, y que luego aprovechó su industrialización y el petróleo para transformarse en un país igualitario. Por eso cree que parte de la clave de su arquitectura está en su formación escandinava. “En Noruega tenemos de sobra. Pero nos educan para que no desperdiciemos. Está mal visto hacerlo. No le vemos el sentido”. Con la intención de encontrar un significado a lo que iban a hacer, precisamente, siendo estudiantes sopesaron muchas posibilidades: de ayudar a los refugiados a enseñar a construir. Fue así como se dieron cuenta de que el denominador común en todo lo que les interesaba era siempre el mismo: “La falta de oportunidades convertida en oportunidad arquitectónica”.
Con esa idea fueron a ver a su profesor favorito. Hans Skotte les había abierto los ojos, los despertó haciéndoles ver lo que eran arquitecturas necesarias. Y aunque hoy es a la vez su mayor crítico y su mayor fan, por entonces el viejo maestro trató de disuadirlos. “Construir implica realizar instalaciones, tuberías y una serie de trabajos de los que los arquitectos no solemos ocuparnos. Todo eso va antes que el diseño”, les dijo para desanimarlos. No fue suficiente. Corría 2006 y Yashar conoció a Ola Jorgen, un noruego que había abierto un orfanato para niños karen refugiados en Birmania, junto a la frontera con Tailandia. Necesitaban con urgencia una casa de baños. Andreas y Yashar vieron en esa necesidad una oportunidad. Reunieron dinero, convencieron a sus profesores y decidieron ir para allá. Se quedaron un año buscando materiales y construyendo la casa de baños. Aprendieron a trabajar con lo que había: rocas y bambú. Ese aprendizaje les sirvió para construir, unos meses después, una biblioteca. Y con las mismas herramientas –sus propias manos y los materiales disponibles– levantaron también una escuela-biblioteca en Tailandia. Así, han ido construyendo un doble currículo entre el sureste asiático y sus proyectos noruegos. ¿No viven esa dualidad como una cierta esquizofrenia? ¿Les pagan como arquitectos o como obreros? “Damos clase y vivimos de los proyectos que hacemos en Noruega. Los que hacemos por el mundo son una escuela y con ellos aprendemos tanto como enseñamos. Nuestros mejores clientes siempre son los que no pueden pagar, pero no podríamos vivir de trabajar solo para ellos. Tenemos que equilibrar nuestras finanzas”, explica Andreas.
No impresiona hacer algo brillante con millones de euros, sino conseguir mucho trabajando con poco”
Los baños de Birmania costaron 3.000 euros. La biblioteca, algo más de 4.000. Que hablen con claridad de dinero, del precio de las cosas, es otro de los cambios generacionales que estos arquitectos representan. Publican el coste exacto de cada trabajo porque lo consideran información fundamental para juzgar la calidad de un proyecto. “No impresiona hacer algo brillante con millones de euros, lo asombroso es conseguir mucho trabajando con poco”, explica Gjertsen. Para ellos, una manera de intentar mantener los valores es continuar con un estudio pequeño, no crecer. “Somos dos, y a veces un tercero”. Tiene claro que su objetivo está lejos de construir un rascacielos. Ni siquiera buscan hacer un tipo determinado de proyectos. Aspiran a sentirse a gusto con lo que hacen. Solucionar problemas por encima de innovar ha sido su principal decisión. Y consideran que en esa elección tan práctica, sus madres tuvieron mucho que ver. “Han sido clave en nuestras vidas. Ambas son mujeres fuertes”. La de Andreas dirigía un parvulario en el que enseñaban a valorar la diferencia. La de Yashar trabaja en el servicio social. “En cualquier caso, buscar la equidad es más una actitud nacional que una decisión personal”, comenta.
¿Son más baratos que otros arquitectos? Pensaban que sí, pero ha resultado que no tanto. O que no siempre. En Noruega los buenos materiales no son muy caros, pero la mano de obra, sí. Es lo contrario de lo que sucede en Tailandia. Por eso ellos en cada lugar tratan de aprovechar lo que les da más oportunidades. “En Asia reciclamos materiales, los transformamos con mano de obra para hacerlos valiosos. En Noruega, simplificamos”.
Tyin, el nombre de su estudio, significa “cobijarse” en noruego, pero es también un lugar en el centro de ese país donde hay un lago. En ese lago había un barco que de 1906 a 1912 llevó a los turistas de travesía. Andreas y Yashar lo compraron cuando se convirtieron en arquitectos. En él iniciaron su estudio. Incluso vivieron dentro una temporada larga. “Yashar en la proa y yo en la popa”, cuenta Gjertsen. Todavía lo tienen. Lo utilizan para alojar a quienes los visitan. Andreas vive con su novia, una arquitecta portuguesa, en un piso del centro de Trondheim. Yashar se está haciendo una casa. No ha viajado esta vez a León. Acaba de tener un hijo y no puede ausentarse con tanta frecuencia. ¿Qué pasará cuando la vida vaya colándose en su estudio? ¿Cuánto tiempo creen que van a poder elegir los proyectos por lo que les aportan en lugar de por lo que le proporcionan a su economía? “Es cierto que la vida y sus cambios nos van alterando. Pero no tenemos miedo. Nos da igual modificar la manera de trabajar, lo que nos destruiría sería alterar nuestras prioridades y ambiciones”, explica. Reconoce haber sido tentado por la comodidad, pero asegura que fue un momento, no tuvo consecuencias: “Cansa vivir en la cuerda floja, pero Noruega es tan cómodo que pone enfermo”.
Aunque su arquitectura se da de bruces con la de la era del espectáculo de los últimos lustros, ellos sostienen que sus proyectos no son una reacción a nada. “La intención no es criticar ni la mala arquitectura ni a los arquitectos que deciden quedarse dormidos”. Gjertsen explica que su generación busca construir una arquitectura más real, más comprensible, “algo útil que no tome como prioritario el ego del arquitecto”. Defiende que los pobres, como los ricos, necesitan buena arquitectura. Y la pobreza arquitectónica tiene tanto que ver con los materiales como con el mal diseño. “En Noruega hay mucha arquitectura nefasta, espacios hostiles que afectan negativamente a la gente”.
Por haber abordado la gran asignatura pendiente de la arquitectura –por haber llegado donde es más necesaria–, estos proyectistas asumen que se han convertido en un modelo para muchos jóvenes estudiantes, por eso explican que para ser relevantes necesitan ser económicamente viables. “No somos una ONG. No es sostenible trabajar sin un sueldo que nos permita seguir. Eso no es justo ni para nosotros ni para lo que nos hemos propuesto hacer. Por eso combinamos varios tipos de proyectos”. Cuando diseñan con pocos medios son ellos los que construyen sus edificios, aunque en Noruega ya no lo hagan.
Cuando edifican en el sureste asiático, ¿qué le hace pensar que pueden enseñar a construir a personas que llevan mucho tiempo haciéndolo de acuerdo con tradiciones centenarias? La respuesta a esa pregunta es que han tenido que ir aprendiendo de ellos. “A Tailandia llevamos ideas para tecnificar sus construcciones. Pero nuestras propuestas se adaptaban con torpeza a su manera de construir. Los carpinteros nos avisaron y aun así fallamos. Sin embargo, otras veces mejoramos sus sistemas. Es un diálogo y el beneficio es mutuo. Aunque cueste llegar a él”. Costó en Tailandia. Las primeras casas que hicieron allí servían para almacenar agua de lluvia. Pero guardaban demasiada. “Había filtraciones hasta que los habitantes las arreglaron. Mejoraron nuestro diseño y eso les dio poder sobre su propia casa. Incluso lo malo hace que la gente reaccione y que todos progresemos”, explica Andreas.
El profesor Skotte, que les desaconsejó que se dedicaran a ese ángulo de la arquitectura, hoy se ha retirado, “pero pasa todas las semanas por el estudio”. Es su mayor embajador. También su pepito grillo. Ha escrito que estos arquitectos adquirieron su conocimiento “a pesar de haber estudiado en la Universidad Noruega de Ciencia y Tecnología (NTNU)”. Está convencido de que los Tyin son una advertencia para las escuelas de arquitectura. “No hay que diseñar problemas, hay que encontrar soluciones”, dice. Para Andreas es una figura paterna.
¿Han sacrificado algo? Cuentan que los amigos que estudiaron con ellos tienen una vida más cómoda y puede que también más predecible. Y que no saber lo que te va a pasar es a la vez cansino y un lujo. “Nos sentimos como aprendices, y es que hemos pasado de ser estudiantes de arquitectura a ser arquitectos que estudian. Eso es lo que queremos ser. Los grandes arquitectos siempre han hecho eso, no encasillarse, seguir jugando”.
En Noruega tenemos de sobra. Pero nos educan para no desperdiciar. está mal visto hacerlo. No le vemos sentido”
En la década que llevan trabajando han cuestionado la manera en la que muchos arquitectos llevan siglos haciéndolo. Tal vez por eso reconocen que algunos colegas les dan la espalda, están incómodos con ellos. “Digamos que salimos más con los carpinteros y los estudiantes que con otros arquitectos. Puede que sea porque somos jóvenes, pero nos incomoda la palmadita y el champán de algunas reuniones. Nos gusta mantener los pies en la tierra”, dice. Gjertsen aclara que en Noruega la mayoría de arquitectos no son una clase aparte. “Son percibidos como un cruce entre un médico y un artista”. Pero se lamenta de que cada vez se les deje participar menos en la toma de decisiones. “Una pena porque somos una profesión puente, formada para tomar decisiones estratégicas contemplando muchos factores”. Por eso insisten en que no les interesa “ni la arquitectura que lleva a los grandes egos a psicoanalizarse ni la que no se entiende o no se puede construir”. Defienden que su profesión se ha despertado. “Ha dejado de ser ego y lamento”.
elpaissemanal@elpais.es
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